Literatura
Nadie se suicida en soledad
El poeta Félix Grande cumple, la semana que viene, setenta y siete años. En absoluto le traigo a estas líneas para recordar efeméride tan perfectamente inadvertida, sino porque, a finales del año que se nos fue, pronunció una conferencia en la Fundación Juan March, de Madrid, sobre su mundo: la poesía. Gracias a las grabaciones que guarda la casa, accedí al audio de la misma y escuché, entre otras cosas, las influencias literarias del maestro: Machado, Vallejo, Hernández, etc. Pero en un punto de su disertación me quedé estupefacto y profundamente conmovido: el poeta rememora su infancia, infancia de guerra civil y desaliento, o como él quiso explicarse, de espanto. Contó la anécdota de su madre que, tras un bombardeo en Mérida, una vez que las sirenas dejaron de sonar, se acercó a las escaleras de su casa, y viendo allí a un hombre con el rostro vuelto hacia la tierra, pensó que bien pudiera ser su esposo. Aterrada e incapaz de voltearlo, no supo a qué atenerse. Allí quedó paralizada y fría. El hijo, el poeta, le preguntaría alguna vez a su madre, que llegaría a pasar de los 90, si por entonces él estaba en su vientre, o si ya le llevaba en brazos. La madre no lo sabía, o no conseguía recordarlo.
Tras la muerte de varios de sus hijos, porque las guerras se desarrollan así, dejando cadáveres en casa, aquella madre tuvo una mañana el arranque de intentar echarse por un brocal hasta el fondo de un pozo. Aquel impulso de suicidio fue contenido por el marido que, valiéndose de la dulzura, la contuvo con sus brazos y le dio consuelo. El hijo, el poeta, dejó constancia de que no pudo perdonar a su madre la posibilidad de haberse retirado del mundo. Porque, si ella decidía morir, arrastraba con su vida la de otros, el dolor hirviente de todos, de los que andaban ceñidos a ella. Por eso, Félix Grande, dice, se convirtió en poeta, para conseguir que las palabras de los versos pudieran aproximarle a su madre, ya que el lenguaje ordinario se lo impedía.
La poesía de Grande es desgarradora, en ella casi siempre triunfa la desolación. Aquella anécdota que contó entre gemidos ahogados, el pasado año, en un foro eminentemente literario, no hace sino corroborar la absoluta solidaridad de cuanto hacemos. Toda decisión humana nunca se decide en el margen de lo estrictamente individual, siempre conlleva el arrastre de los otros.
Javier Alonso Sandoica
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