¿No ha conocido el mundo jefes de pueblos que han sido santos?
Por: Tomás Alfaro Drake | Fuente: Analisis y Actualidad
Otra incitación podría ser el relativismo moral. Nietos de una civilización, la griega, que estaba convencida de que la razón era un atributo humano que permitía al hombre buscar la verdad y progresar en su camino hacia ella, e hijos de otra, la romana[2], que ponía una voluntad inaudita en conseguir sus metas, hemos perdido esa convicción y esa voluntad, sustituyéndolas por una actitud de desconfianza hacia cualquier planteamiento riguroso, por un pensamiento débil que, sin embargo, puede imponer su brutal tiranía y por una actitud de desánimo y desencanto que llevan al “pasotismo”. Y, desde luego, no es la menor de las secuelas de ese pasotismo los bajísimos índices de natalidad que llevan a una disminución y un envejecimiento de la población de las sociedades desarrolladas. No soy filósofo y no puedo afirmar con seguridad cuándo y cómo se inició la larga deriva histórica que nos llevó, en un movimiento acelerado, desde la confianza en la razón y en la voluntad, hasta la desconfianza más absoluta en nada que pretenda ser verdad y la pérdida de la fuerza de la voluntad en la perplejidad de que todo vale lo mismo. Pero con el atrevimiento de la ignorancia y sin profundizar demasiado en ello –no podría– me atrevo a decir que el voluntarismo de Guillermo de Ockam, el racionalismo de Descartes y el idealismo de Kant[3], son hitos en la desviación del camino que nos podría haber llevado a avanzar en la senda de la verdad sin desorientarnos hasta perder el norte y, con él, la ilusión y la fuerza. Hace años –cuando era todavía más ignorante tenía aún mayor atrevimiento– me atreví a escribir unas páginas con el título “El camino a la posmodernidad y el nuevo renacimiento” que hoy no me atrevo a recomendar pero que, no obstante, mandaré a quien me lo pida. En ese escrito, en la segunda parte, el nuevo renacimiento, describo algunas corrientes filosóficas actuales que, sin volver atrás en una añoranza arcaizante, sí pueden señalar el camino para romper esa parálisis a la que nos ha sometido el relativismo de la posmodernidad. Pero esas ideas renovadoras, que ya están ahí y que pueden ser parte de la respuesta, esperan a su genio creador y a su minoría creativa que las saquen de los ambientes eruditos y las lleven a la vida del mundo exterior.
La tercera incitación podría ser la pobreza en el mundo. Desde luego que no me refiero al incremento de la pobreza, porque eso es una burda falacia. Nunca la pobreza ha retrocedido en el mundo a mayor velocidad de la que lo hace ahora. Por primera vez en la historia de la humanidad hay en el mundo menos de un 10% de sus habitantes que viven bajo el umbral de la pobreza en términos absolutos[4]. Tampoco me refiero a la repetida mentira de que “los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”. La globalización ha hecho que los países en desarrollo y sus habitantes disminuyan su pobreza más deprisa de lo que aumenta la riqueza de los desarrollados. Pero ocurre que, por desgracia, este inequívoco retroceso de la pobreza, ese acercamento entre los más pobres y los más ricos, aunque se está acelerando, es todavía más lento de lo que la situación histórica requiere y presenta bolsas de pobreza que se diluyen muy lentamente. Cuando todo el mundo vivía al límite de la supervivencia, unos países empezaron, por un proceso que no contaré aquí[5], a generar muy lentamente riqueza suficiente como para hacer retroceder el fantasma de vivir al límite de la supervivencia. Pero estos países, no tenían a nadie por delante. Eran la avanzadilla. Nadie podía tirar de ellos ni sus ciudadanos podían ir a otro sitio en busca de esa riqueza o huyendo de la miseria. Sólo les quedaba seguir luchando para conseguir parcelas de seguridad jurídica y continuar tirando del carro en un proceso lento y durísimo. Sin embargo, los países que hoy están en la pobreza, sí tienen un “paraíso” al que ir, o soñar con ir, en vez de recorrer su camino. Si a esto se suma que sus países están generalmente gobernados por tiranos que impiden que sus habitantes creen riqueza, no es de extrañar que muchos de ellos quieran correr, aun poniendo en grave peligro sus vidas, en pos de ese “El Dorado”. Pero eso no es posible. Porque “El Dorado”, dejaría inmediatamente de serlo si una parte importante de los habitantes de los países pobres quisiesen trasladarse a él. Sólo la inversión libre de la iniciativa privada de los países desarrollados en los países pobres acelera el proceso e impulsa también la creación de riqueza interna en ellos. Si eso se produjese se crearía a gran velocidad la riqueza necesaria para evaporar la miseria en esos países, permitiéndoles acercarse con rapidez a los desarrollados. Pero tanto la inversión exterior como la interior requieren para producirse de unas condiciones de seguridad jurídica que los tiranos de esos países no están dispuestos a crear. Y así el camino de escape de la pobreza, que podría ser muy rápido, se ralentiza e incluso se para en algunos países, y esta lentitud incentiva la emigración masiva hacia los supuestos “paraísos”. Sólo los ciudadanos de esos países pueden rebelarse contra sus tiranos y destituirlos o cambiarlos. Pero, naturalmente, esos tiranos están bien pertrechados para que eso no ocurra. ¿Cómo podrían los países desarrollados ayudar a esos pueblos si estos tuviesen la voluntad política? Reconozco no tener ni un atisbo de respuesta a esta pregunta.
Seguramente a quien lea estas líneas se le vengan a la cabeza otras incitaciones que no he mencionado aquí. A mí también se me ocurren, pero describirlas haría este envío interminable. Sea como sea, lo que está claro es que tenemos por delante tremendas incitaciones que requieren unas respuestas drásticas e inmediatas desde la libertad y creatividad. Pero esta ha sido la historia de la civilización cristiana occidental. Y, hasta ahora, siempre han surgido en el momento oportuno los genios y las minorías creativas que necesitaba el momento. No hay ninguna razón para que la libertad y la creatividad humanas no hagan que aparezcan ahora también. Pero tampoco hay ninguna ley inexorable que haga que su aparición sea algo que tenga que producirse necesariamente. Y si no aparecen, el futuro no se presenta muy halagüeño. Estaremos ante una nueva caída de una civilización. Según Toynbee ha habido 21 civilizaciones en la historia de la humanidad y sólo la cristiana occidental ha sido capaz de salir al paso de sus incitaciones. Las demás, siempre según Toynbee, con cuya opinión coincido, o han desaparecido o están en proceso de descomposición. Así pues, no está fuera de lo posible el que la civilización cristiana occidental, tal y como la conocemos, se derrumbe, como lo hizo el Imperio Romano. Si es así, tal y como la civilización cristiana occidental tomo el relevo a la greco-romana, nacerá una nueva civilización que tome el testigo. Pero no será sin pasar por momentos oscuros y terribles, como los que vinieron tras la caída de Roma. Dios nos libre de ello.
Ahora bien, las incitaciones son tan duras y las respuestas tan difíciles, que creo que difícilmente se podrán encontrar sin la ayuda de Dios. Pero esto no quiere decir, desde luego, que Dios vaya a intervenir directamente en la historia. Ya lo ha hecho una vez y no creo que lo vuelva a hacer hasta que venga a juzgarla. Creo, más bien, que esas respuestas tendrán que estar hondamente inspiradas –no se me pregunte cómo porque no lo sé– en los principios y valores cristianos que nos han sido revelados por Dios a través de Jesucristo en su paso por la historia. Creo poder afirmar que todas las respuestas victoriosas a las incitaciones que ha tenido la civilización cristiana occidental han estado basadas, de una u otra forma, en esos principios. Y esto ha sido así incluso cuando los representantes de la Iglesia, en su faceta de institución humana, no han apoyado con entusiasmo –o incluso se han opuesto– a esas respuestas[6]. Así serán, basadas en esos principios, las respuestas que esperamos, si llegan a encontrarse. Hago completamente mías las palabras de Jacques Maritain en su obra “Humanismo integral”: “Una renovación social vitalmente cristiana será así obra de santidad o no será; y me refiero a una santidad vuelta hacia lo temporal, lo secular, lo profano. ¿No ha conocido el mundo jefes de pueblos que han sido santos? Si una nueva cristiandad surge en la historia, será obra de una tal santidad”. Pero no olvidemos que la santidad no es fruto del esfuerzo humano, sino una gracia concedida por Dios. Pidámosle, pues, con toda el alma, que suscite un puñado de esos santos vueltos hacia lo temporal, secular y profano que puedan encontrar las respuestas a las terribles incitaciones a las que estamos sometidos. Tal vez ya estén fraguándose esos santos. Así sea. Y no olvidemos que Dios da la santidad a quien quiere, no a quien nos gustaría a nosotros, y que no se la da a los más limpios sino, generalmente, a los pecadores.
Y ya que he citado a Maritain para apoyarme en él, me permito hacerlo también para buscar una razón de mí mismo ante mi perplejidad. Uso para ello la forma en que él mismo se define en su “carnet de notes”. “¿Quién soy yo? ¿Un profesor? No lo creo; enseño por necesidad (esto no es verdad en mí caso: enseño por vocación). ¿Un escritor? Tal vez. ¿Un filósofo? Lo espero. Pero también una especie de romántico de la justicia, pronto a imaginarse, después de cada combate, que ella y la verdad triunfarán entre los hombres. Y también, quizás, una especie de zahorí con la cabeza pegada a tierra para escuchar el ruido de las fuentes ocultas y de las germinaciones invisibles. Y también, y como todo cristiano, a pesar y en medio de miserias y fallos, y de todas las gracias traicionadas de las que tomo conciencia en la tarde de mi vida, un mendigo del cielo disfrazado en guisa de hombre del mundo, una especie de agente secreto del Rey de Reyes en los territorios del príncipe de este mundo, que decide arriesgarse como el gato de Kipling que caminaba solo”. Tal vez por esto, a pesar de mi paranoia o perspicacia –como cada uno quiera llamarla– me mantengo optimista ante la vida y el mundo.
Por: Tomás Alfaro Drake | Fuente: Analisis y Actualidad
Que la humanidad progresa es algo que ni el más empecinado pesimista puede negar. Nadie en su sano juicio se mudaría a vivir, si la máquina del tiempo existiese, cien, doscientos, quinientos o mil años atrás. Pero tan innegable como esto es que el progreso de la humanidad no es suave y uniforme, sino que sigue un movimiento sincopado, con golpes de avance y momentos de estancamiento, como avanza la sangre por las arterias a impulsos del corazón. Incluso, en el progreso de la humanidad se dan momentos de retroceso, a veces pequeños pero algunas veces terribles, como fue la caída del Imperio Romano. Esto ya lo vio el genial Arnold J. Toynbee que dejó reseñado en su monumental obra “El Estudio de la Historia” cómo era este sistema de pulsos de avance, momentos de estancamiento y hundimientos. Toda civilización con éxito se encuentra continuamente con lo que él llamaba incitaciones, nudos gordianos que deben ser deshechos –o cortados– por una respuesta dada por una minoría creativa generada por un genio creativo. Y esta respuesta nunca es fácil. Si no se encuentra, la civilización colapsa. Pero si se encuentra esa respuesta, nunca es una respuesta definitiva, sino que ese nuevo impulso da pie a que se plantee una nueva incitación a la que también hay que responder en una cadena sin fin de incitación-respuesta-incitación. En verso de Walt Whitman: “Está en la naturaleza de las cosas que de todo fruto del éxito, cualquiera que sea, surgirá algo para hacer necesaria una lucha mayor”. Y, efectivamente, los momentos en que la incitación exige una respuesta y ésta no llega, son momentos históricos de dolores de parto. La incapacidad de encontrar respuesta a sus incitaciones es lo que provocó la caída del Imperio Romano con consecuencias terribles. Pero tras ese colapso, una nueva civilización, la cristiana occidental, tomó el relevo. Y desde entonces, se han sucedido innumerables ciclos incitación respuesta y la civilización cristiana occidental no ha dejado de responder a estas incitaciones y de progresar[1]. Creo que hoy estamos en uno de esos momentos de dolores de parto en la que hay que encontrar una solución a nuestra –o más bien nuestras, porque son varias– incitaciones. Pretendo a continuación dar mi punto de vista sobre cuáles son algunas de esas incitaciones.
Una de ellas es, creo, el agotamiento del recorrido de la democracia tal y como la conocemos hoy día. Pero que nadie confunda esto con añoranzas de otros sistemas del pasado. El movimiento arcaizante, en terminología de Toynbee, la tentación de volver a aplicar soluciones del pasado que, tal vez, en su momento funcionaron bien, es una trampa mortal. Creo que la democracia languidece. Y lo hace por falta de ciudadanos. La propia prosperidad económica, respuesta a anteriores incitaciones, ha traído una especie de sopor, de falta de estímulo que en el último siglo ha degenerado en la venta de la libertad, más allá de ciertos formalismos, a un Estado paternalista que a la vez que nos protege, nos restringe con su aparato, nos anula con su presencia omnímoda y procura quitarnos nuestro espíritu crítico para que seamos más fáciles de dirigir. Y así, nos hemos transformado de ciudadanos en una especie de borregos protestones que exigen el cumplimiento de sus caprichos sin preguntarse si eso es posible o no y que castigan con su voto a quienes no se pliegan a ese capricho. Y esto trae aparejada una larga cadena de consecuencias que van desde la mediocridad de la clase política hasta su corrupción. Si no respondemos a esta incitación ese Estado omnímodo nos acabará devorando, como papá Saturno devoró a sus hijos. Por supuesto, soy incapaz de dar la más mínima receta sobre cómo tendría que ser esa nueva democracia y, aún si fuera capaz de vislumbrarla, sería absolutamente incapaz de iniciar un proceso que nos condujese a ella. Sí sé que esa nueva democracia tiene que ser un revulsivo de la libertad que estamos dejándonos robar, y no, de ninguna manera, una vuelta atrás a ningún tipo de despotismo más o menos ilustrado.
Una de ellas es, creo, el agotamiento del recorrido de la democracia tal y como la conocemos hoy día. Pero que nadie confunda esto con añoranzas de otros sistemas del pasado. El movimiento arcaizante, en terminología de Toynbee, la tentación de volver a aplicar soluciones del pasado que, tal vez, en su momento funcionaron bien, es una trampa mortal. Creo que la democracia languidece. Y lo hace por falta de ciudadanos. La propia prosperidad económica, respuesta a anteriores incitaciones, ha traído una especie de sopor, de falta de estímulo que en el último siglo ha degenerado en la venta de la libertad, más allá de ciertos formalismos, a un Estado paternalista que a la vez que nos protege, nos restringe con su aparato, nos anula con su presencia omnímoda y procura quitarnos nuestro espíritu crítico para que seamos más fáciles de dirigir. Y así, nos hemos transformado de ciudadanos en una especie de borregos protestones que exigen el cumplimiento de sus caprichos sin preguntarse si eso es posible o no y que castigan con su voto a quienes no se pliegan a ese capricho. Y esto trae aparejada una larga cadena de consecuencias que van desde la mediocridad de la clase política hasta su corrupción. Si no respondemos a esta incitación ese Estado omnímodo nos acabará devorando, como papá Saturno devoró a sus hijos. Por supuesto, soy incapaz de dar la más mínima receta sobre cómo tendría que ser esa nueva democracia y, aún si fuera capaz de vislumbrarla, sería absolutamente incapaz de iniciar un proceso que nos condujese a ella. Sí sé que esa nueva democracia tiene que ser un revulsivo de la libertad que estamos dejándonos robar, y no, de ninguna manera, una vuelta atrás a ningún tipo de despotismo más o menos ilustrado.
Otra incitación podría ser el relativismo moral. Nietos de una civilización, la griega, que estaba convencida de que la razón era un atributo humano que permitía al hombre buscar la verdad y progresar en su camino hacia ella, e hijos de otra, la romana[2], que ponía una voluntad inaudita en conseguir sus metas, hemos perdido esa convicción y esa voluntad, sustituyéndolas por una actitud de desconfianza hacia cualquier planteamiento riguroso, por un pensamiento débil que, sin embargo, puede imponer su brutal tiranía y por una actitud de desánimo y desencanto que llevan al “pasotismo”. Y, desde luego, no es la menor de las secuelas de ese pasotismo los bajísimos índices de natalidad que llevan a una disminución y un envejecimiento de la población de las sociedades desarrolladas. No soy filósofo y no puedo afirmar con seguridad cuándo y cómo se inició la larga deriva histórica que nos llevó, en un movimiento acelerado, desde la confianza en la razón y en la voluntad, hasta la desconfianza más absoluta en nada que pretenda ser verdad y la pérdida de la fuerza de la voluntad en la perplejidad de que todo vale lo mismo. Pero con el atrevimiento de la ignorancia y sin profundizar demasiado en ello –no podría– me atrevo a decir que el voluntarismo de Guillermo de Ockam, el racionalismo de Descartes y el idealismo de Kant[3], son hitos en la desviación del camino que nos podría haber llevado a avanzar en la senda de la verdad sin desorientarnos hasta perder el norte y, con él, la ilusión y la fuerza. Hace años –cuando era todavía más ignorante tenía aún mayor atrevimiento– me atreví a escribir unas páginas con el título “El camino a la posmodernidad y el nuevo renacimiento” que hoy no me atrevo a recomendar pero que, no obstante, mandaré a quien me lo pida. En ese escrito, en la segunda parte, el nuevo renacimiento, describo algunas corrientes filosóficas actuales que, sin volver atrás en una añoranza arcaizante, sí pueden señalar el camino para romper esa parálisis a la que nos ha sometido el relativismo de la posmodernidad. Pero esas ideas renovadoras, que ya están ahí y que pueden ser parte de la respuesta, esperan a su genio creador y a su minoría creativa que las saquen de los ambientes eruditos y las lleven a la vida del mundo exterior.
La tercera incitación podría ser la pobreza en el mundo. Desde luego que no me refiero al incremento de la pobreza, porque eso es una burda falacia. Nunca la pobreza ha retrocedido en el mundo a mayor velocidad de la que lo hace ahora. Por primera vez en la historia de la humanidad hay en el mundo menos de un 10% de sus habitantes que viven bajo el umbral de la pobreza en términos absolutos[4]. Tampoco me refiero a la repetida mentira de que “los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”. La globalización ha hecho que los países en desarrollo y sus habitantes disminuyan su pobreza más deprisa de lo que aumenta la riqueza de los desarrollados. Pero ocurre que, por desgracia, este inequívoco retroceso de la pobreza, ese acercamento entre los más pobres y los más ricos, aunque se está acelerando, es todavía más lento de lo que la situación histórica requiere y presenta bolsas de pobreza que se diluyen muy lentamente. Cuando todo el mundo vivía al límite de la supervivencia, unos países empezaron, por un proceso que no contaré aquí[5], a generar muy lentamente riqueza suficiente como para hacer retroceder el fantasma de vivir al límite de la supervivencia. Pero estos países, no tenían a nadie por delante. Eran la avanzadilla. Nadie podía tirar de ellos ni sus ciudadanos podían ir a otro sitio en busca de esa riqueza o huyendo de la miseria. Sólo les quedaba seguir luchando para conseguir parcelas de seguridad jurídica y continuar tirando del carro en un proceso lento y durísimo. Sin embargo, los países que hoy están en la pobreza, sí tienen un “paraíso” al que ir, o soñar con ir, en vez de recorrer su camino. Si a esto se suma que sus países están generalmente gobernados por tiranos que impiden que sus habitantes creen riqueza, no es de extrañar que muchos de ellos quieran correr, aun poniendo en grave peligro sus vidas, en pos de ese “El Dorado”. Pero eso no es posible. Porque “El Dorado”, dejaría inmediatamente de serlo si una parte importante de los habitantes de los países pobres quisiesen trasladarse a él. Sólo la inversión libre de la iniciativa privada de los países desarrollados en los países pobres acelera el proceso e impulsa también la creación de riqueza interna en ellos. Si eso se produjese se crearía a gran velocidad la riqueza necesaria para evaporar la miseria en esos países, permitiéndoles acercarse con rapidez a los desarrollados. Pero tanto la inversión exterior como la interior requieren para producirse de unas condiciones de seguridad jurídica que los tiranos de esos países no están dispuestos a crear. Y así el camino de escape de la pobreza, que podría ser muy rápido, se ralentiza e incluso se para en algunos países, y esta lentitud incentiva la emigración masiva hacia los supuestos “paraísos”. Sólo los ciudadanos de esos países pueden rebelarse contra sus tiranos y destituirlos o cambiarlos. Pero, naturalmente, esos tiranos están bien pertrechados para que eso no ocurra. ¿Cómo podrían los países desarrollados ayudar a esos pueblos si estos tuviesen la voluntad política? Reconozco no tener ni un atisbo de respuesta a esta pregunta.
Seguramente a quien lea estas líneas se le vengan a la cabeza otras incitaciones que no he mencionado aquí. A mí también se me ocurren, pero describirlas haría este envío interminable. Sea como sea, lo que está claro es que tenemos por delante tremendas incitaciones que requieren unas respuestas drásticas e inmediatas desde la libertad y creatividad. Pero esta ha sido la historia de la civilización cristiana occidental. Y, hasta ahora, siempre han surgido en el momento oportuno los genios y las minorías creativas que necesitaba el momento. No hay ninguna razón para que la libertad y la creatividad humanas no hagan que aparezcan ahora también. Pero tampoco hay ninguna ley inexorable que haga que su aparición sea algo que tenga que producirse necesariamente. Y si no aparecen, el futuro no se presenta muy halagüeño. Estaremos ante una nueva caída de una civilización. Según Toynbee ha habido 21 civilizaciones en la historia de la humanidad y sólo la cristiana occidental ha sido capaz de salir al paso de sus incitaciones. Las demás, siempre según Toynbee, con cuya opinión coincido, o han desaparecido o están en proceso de descomposición. Así pues, no está fuera de lo posible el que la civilización cristiana occidental, tal y como la conocemos, se derrumbe, como lo hizo el Imperio Romano. Si es así, tal y como la civilización cristiana occidental tomo el relevo a la greco-romana, nacerá una nueva civilización que tome el testigo. Pero no será sin pasar por momentos oscuros y terribles, como los que vinieron tras la caída de Roma. Dios nos libre de ello.
Ahora bien, las incitaciones son tan duras y las respuestas tan difíciles, que creo que difícilmente se podrán encontrar sin la ayuda de Dios. Pero esto no quiere decir, desde luego, que Dios vaya a intervenir directamente en la historia. Ya lo ha hecho una vez y no creo que lo vuelva a hacer hasta que venga a juzgarla. Creo, más bien, que esas respuestas tendrán que estar hondamente inspiradas –no se me pregunte cómo porque no lo sé– en los principios y valores cristianos que nos han sido revelados por Dios a través de Jesucristo en su paso por la historia. Creo poder afirmar que todas las respuestas victoriosas a las incitaciones que ha tenido la civilización cristiana occidental han estado basadas, de una u otra forma, en esos principios. Y esto ha sido así incluso cuando los representantes de la Iglesia, en su faceta de institución humana, no han apoyado con entusiasmo –o incluso se han opuesto– a esas respuestas[6]. Así serán, basadas en esos principios, las respuestas que esperamos, si llegan a encontrarse. Hago completamente mías las palabras de Jacques Maritain en su obra “Humanismo integral”: “Una renovación social vitalmente cristiana será así obra de santidad o no será; y me refiero a una santidad vuelta hacia lo temporal, lo secular, lo profano. ¿No ha conocido el mundo jefes de pueblos que han sido santos? Si una nueva cristiandad surge en la historia, será obra de una tal santidad”. Pero no olvidemos que la santidad no es fruto del esfuerzo humano, sino una gracia concedida por Dios. Pidámosle, pues, con toda el alma, que suscite un puñado de esos santos vueltos hacia lo temporal, secular y profano que puedan encontrar las respuestas a las terribles incitaciones a las que estamos sometidos. Tal vez ya estén fraguándose esos santos. Así sea. Y no olvidemos que Dios da la santidad a quien quiere, no a quien nos gustaría a nosotros, y que no se la da a los más limpios sino, generalmente, a los pecadores.
Y ya que he citado a Maritain para apoyarme en él, me permito hacerlo también para buscar una razón de mí mismo ante mi perplejidad. Uso para ello la forma en que él mismo se define en su “carnet de notes”. “¿Quién soy yo? ¿Un profesor? No lo creo; enseño por necesidad (esto no es verdad en mí caso: enseño por vocación). ¿Un escritor? Tal vez. ¿Un filósofo? Lo espero. Pero también una especie de romántico de la justicia, pronto a imaginarse, después de cada combate, que ella y la verdad triunfarán entre los hombres. Y también, quizás, una especie de zahorí con la cabeza pegada a tierra para escuchar el ruido de las fuentes ocultas y de las germinaciones invisibles. Y también, y como todo cristiano, a pesar y en medio de miserias y fallos, y de todas las gracias traicionadas de las que tomo conciencia en la tarde de mi vida, un mendigo del cielo disfrazado en guisa de hombre del mundo, una especie de agente secreto del Rey de Reyes en los territorios del príncipe de este mundo, que decide arriesgarse como el gato de Kipling que caminaba solo”. Tal vez por esto, a pesar de mi paranoia o perspicacia –como cada uno quiera llamarla– me mantengo optimista ante la vida y el mundo.
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