Iba en moto embriagado (no, no, no os rasguéis las vestiduras) por el olor de la flor blanca de las retamas al borde de la carretera comarcal. Lamenté muchísimo no poder venir corriendo a contarlo aquí, porque ya hace cuatro o cinco años escribí un artículo sobre el particular, y repetirse sería feo para la deontología del columnista y un agravio a la inagotable variedad del mundo.
Precisamente, al tomar una curva, vi un almendro en flor, que acudía al rescate. Me extrañaría que no hubiese escrito nunca de la flor del almendro, pero no lo recuerdo y, a efectos de deontología columnística, ya vale. Además, esta vez voy a coger distancia, mucha distancia.
Esta Navidad he leído Bushido, el libro de Inazo Nintobe sobre las virtudes del samurái. Allí, entre otras cuestiones más marciales, hace una alabanza de la flor del cerezo que me permite mirar a nuestro almendro con una nueva mirada más sutil. Dice: «No podemos compartir la admiración de los europeos por las rosas, a las que les falta la simplicidad de nuestra flor. Además, las espinas que se ocultan bajo la dulzura de la rosa, la tenacidad con que se agarra a la vida, como ni no le apeteciera o temiera morir más que caer prematuramente, prefiriendo pudrirse en su tallo; sus llamativos colores y fuerte fragancia: todos estos rasgos son tan distintos de nuestra flor, que no lleva dagas ni veneno bajo su belleza, que siempre está lista para despedirse de la vida, ante la llamada de la naturaleza, cuyos colores no son nunca espléndidos y cuya ligera fragancia nunca cansa. Su aspecto exterior ofrece una belleza de color y de forma limitada; posee una calidad existencial fija, mientras que su fragancia es volátil, etérea como un soplo de vida. […] Hay algo espiritual en ese aroma».
Yo amo las rosas como un inglés o más, como JRJ, o todavía más, como su madre. Pero lo europeo no quita lo nipón y los extremos se tocan. Esa preferencia del País del Sol Naciente por la flor del cerezo es casi idéntica a la que siento en el País del Sol Poniente, en el Extremo Occidente, por la flor del almendro; y por las mismas razones estético-éticas. A las que hay que sumar (más samurái que nadie) la diligencia y el valor del almendro, que florece en la cara del invierno. Así, claro, no dura mucho. Por eso, este artículo habrá cumplido su misión si usted se para un segundo y se fija y huele la flor del almendro. (Y las de la retama.)
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