El hombre puede aceptar o rechazar la salvación que Dios le ofrece
Por: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
Por: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
¿Está escrito mi destino? ¿Tiene razón de ser esforzarse en la práctica de la vida cristiana? ¿Estaré "predestinado" a condenarme o a salvarme? Y si es así... ¿importa algo lo que yo haga o deje de hacer en la vida?
Estas preguntas y otras similares están hoy en día de moda, difundidas sobre todo por las sectas y grupos religiosos fundamentalistas, que hablan de la predestinación, de un designio fatalista, utilizando como argumento que Dios antes de crear a cada persona, establece quiénes se salvarán y quiénes se condenarán. Esta idea no es nueva, la podemos encontrar en la historia del cristianismo desde el siglo XVI, cuando surgió el cisma, con Lutero y Calvino, que dio origen al protestantismo. Desde entonces, las sectas nacidas de esta separación, han propagado doctrinas con bases poco sólidas en la fe.
La Iglesia Católica, fiel al mensaje de Cristo, no niega la doctrina de la predestinación, sino que nos la recuerda constantemente. San Pablo, en la primera carta a los Efesios, nos habla del "designio benevolente" (Ef 1,9) que concibió Dios para nosotros antes de la creación del mundo, "predestinándonos a la adopción filial en él" (Ef 1, 4-5) Esta predestinación, entonces, consiste en que Dios nos ha designado para ser felices a su lado. Nos ha creado para salvarnos, para la vida eterna, para el amor que no tiene fin...
Nosotros los hombres, creados con libertad, voluntad e inteligencia, debemos encaminarnos hacia nuestro destino último por elección libre y amor. Si hubiera un destino fatalista, caminaríamos hacia él sin tener que hacer elecciones, pero al no ser así, podemos desviarnos; Dios lo permite respetando la libertad de su criatura, y misteriosamente, sacando de él el bien, como señala san Agustín: Porque el Dios Todopoderoso... por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera ningún mal, si Él no fuera suficientemente bueno y poderoso para hacer surgir un bien del mismo mal.
Uno de los atributos de Dios es la bondad, por lo tanto, no puede ser cruel y arbitrario y crear a los hombres para la salvación o la condenación según su capricho. De hecho, Cristo nos enseñó que Dios es nuestro Padre y quiere que todos los hombres se salven.
Junto a este misterio de la misericordia divina, encontramos el misterio de la libertad humana. Dios crea al hombre con inteligencia y voluntad, y además como un ser libre. El hombre por su libertad decide aceptar o rechazar con su voluntad la salvación que Dios le ofrece.
Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (1036 ss.), las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe hacer uso de su libertad en relación con su destino eterno.
Dios no predestina a nadie al Infierno, para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final.
Por todo esto, ¿dejaremos que las supuestas profecías dirijan nuestro destino o tomaremos las riendas de nuestra vida encaminándola a la predestinación de ser felices en el Cielo por los siglos de los siglos?
Para profundizar
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 257, 600, 1021-1022, 1033-1037.
Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 9.
Estas preguntas y otras similares están hoy en día de moda, difundidas sobre todo por las sectas y grupos religiosos fundamentalistas, que hablan de la predestinación, de un designio fatalista, utilizando como argumento que Dios antes de crear a cada persona, establece quiénes se salvarán y quiénes se condenarán. Esta idea no es nueva, la podemos encontrar en la historia del cristianismo desde el siglo XVI, cuando surgió el cisma, con Lutero y Calvino, que dio origen al protestantismo. Desde entonces, las sectas nacidas de esta separación, han propagado doctrinas con bases poco sólidas en la fe.
La Iglesia Católica, fiel al mensaje de Cristo, no niega la doctrina de la predestinación, sino que nos la recuerda constantemente. San Pablo, en la primera carta a los Efesios, nos habla del "designio benevolente" (Ef 1,9) que concibió Dios para nosotros antes de la creación del mundo, "predestinándonos a la adopción filial en él" (Ef 1, 4-5) Esta predestinación, entonces, consiste en que Dios nos ha designado para ser felices a su lado. Nos ha creado para salvarnos, para la vida eterna, para el amor que no tiene fin...
Nosotros los hombres, creados con libertad, voluntad e inteligencia, debemos encaminarnos hacia nuestro destino último por elección libre y amor. Si hubiera un destino fatalista, caminaríamos hacia él sin tener que hacer elecciones, pero al no ser así, podemos desviarnos; Dios lo permite respetando la libertad de su criatura, y misteriosamente, sacando de él el bien, como señala san Agustín: Porque el Dios Todopoderoso... por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera ningún mal, si Él no fuera suficientemente bueno y poderoso para hacer surgir un bien del mismo mal.
Uno de los atributos de Dios es la bondad, por lo tanto, no puede ser cruel y arbitrario y crear a los hombres para la salvación o la condenación según su capricho. De hecho, Cristo nos enseñó que Dios es nuestro Padre y quiere que todos los hombres se salven.
Junto a este misterio de la misericordia divina, encontramos el misterio de la libertad humana. Dios crea al hombre con inteligencia y voluntad, y además como un ser libre. El hombre por su libertad decide aceptar o rechazar con su voluntad la salvación que Dios le ofrece.
Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (1036 ss.), las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe hacer uso de su libertad en relación con su destino eterno.
Dios no predestina a nadie al Infierno, para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final.
Por todo esto, ¿dejaremos que las supuestas profecías dirijan nuestro destino o tomaremos las riendas de nuestra vida encaminándola a la predestinación de ser felices en el Cielo por los siglos de los siglos?
Para profundizar
Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 257, 600, 1021-1022, 1033-1037.
Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 9.
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