He leído a muchos comentaristas decir, entusiasmados, que el Mundial de Rusia ha sido un canto a los éxitos de la inmigración integrada, habida cuenta de que tres de las cuatro selecciones eran multirraciales, tal que Francia, Bélgica e Inglaterra. Cierto, y esta vez me sumo al entusiasmo unánime. Ha sido ejemplar cómo los jugadores se unían bajo una bandera, unas mismas normas, un juego armónico… ¡Bravo!
Como las metáforas y las metonimias son espíritus libres, tan legítima como la anterior, otra observación que aún no he leído: las selecciones triunfantes también pueden entenderse como un símbolo del éxito del modelo europeo de Estado-Nación. De las cuatro semifinalistas, cuatro lo son, arquetípicas, de manual, con la nota de color, más históricoanecdótica que otra cosa, de Inglaterra. Súper Estados como Rusia, China, Estados Unidos o India no han hecho casi nada, como queriéndonos indicar que, a partir de cierta dimensión, ni la unión hace la fuerza ni el tamaño importa ni una gran población (véase Croacia sensu contrario) resulta mínimamente decisiva. Una selección de la Unión Europea no habría pasado de cuartos.
Como es literatura, esto no hay que leerlo literalmente. Tampoco el canto a la integración resiste una crítica sistemática, y ahí están los desórdenes en Francia, pero a la luz (fogonazo de magnesio) de la poesía, ambas observaciones iluminan.
En otros deportes, o porque no son tan mediáticos o porque cuentan mucho más las individualidades, el palmarés no invita tanto a la transposición. Aquí, sí. Como una proyección del Estado-Nación, podríamos hablar de los Estados-Selección, y aprovechar el instante para reafirmar nuestra confianza en un sistema de organización internacional en el que, más allá de las teorías, los discursos, las maniobras y las elucubraciones, la inmensa mayoría de la gente se siente tan a gusto con sus fronteras y sus banderas.
Que el mundo sea cada vez más pequeño, además, no lo desvirtúa, sino lo acendra. Nuestros Estados-Nación se asemejan más y más a la Ciudad-Estado de la Grecia clásica, tan orgullosas de sus atletas, o las ciudades soberanas de la Italia Medieval, tan de sus colores. Hay precedentes de sobra, y con un prestigio imbatible, de cómo aquéllas eran capaces de articularse en entidades políticas superiores, confederaciones, imperios o ligas, sin perder carácter, soberanía ni sus eficaces y vistosas personalidades.
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