Acabo de tener noticia del fallecimiento de la Hermana Carmen Arias, una mujer buena que, precisamente por la sencillez de sus planteamientos religiosos, ha encarado la vida mezclando, con habilidad, unas elevadas dosis de sensibilidad, de cordialidad, de sentido común y, sobre todo, poniendo mucho corazón. Ella estaba convencida de que la tarea fundamental de su vida personal eran las vida de los demás, sobre todo, las vidas de los que peor lo pasaban. La fe para ella no era una lista de preguntas y de respuestas que hemos de recitar de memoria, ni la vida religiosa una tarea profesional, sino una dimensión que atravesaba toda su existencia, que ensanchaba sus espacios y que alargaba sus tiempos.
La información de su muerte me ha traído a la memoria varias conversaciones que, en diferentes situaciones, mantuve con esta señora que, dotada de aguda inteligencia, de fina sensibilidad y, sobre todo, de un sentido profundamente evangélico, vivía intensamente los problemas de sus hermanas y de todos los que con ella tratábamos. Recuerdo cómo, cuando la llamé para felicitarla por su fiesta onomástica, me dijo estas palabras: “Mi oración, mi trabajo y mi silencio constituyen los instrumentos con los que trato de proporcionar un poco de bienestar a las hermanas que viven dentro y a los hermanos y amigos que viven fuera de esta casa”. No me llamó demasiado la atención este comentario porque ya sabía que era una de esas personas reflexivas, esperanzadas y caritativas que sabían degustar el jugo de la vida.
Sin necesidad de acudir a consejos ñoños ella insistía en que el amor era la justificación más razonable y más cristiana de la vida humana. Siempre se esforzó en proporcionar a sus hermanas y a los ancianos a los que atendía consuelo, esperanza y cariño, esos bienes gratuitos que nacen en las fibras más íntimas del corazón. Estoy convencido de que, en el fondo más íntimo de esa manera tan lúcida, tan desenfadada y tan espontánea de encarar la vida, latía su convicción de que la mejor forma de resolver los problemas era aplicando las pautas elementales del Evangelio.
En estos momentos recuerdo el entusiasmo con el que me hablaba de la Madre María de la Encarnación Carrasco Tenorio, la fundadora del Rebaño de María, aquella mujer que, soñadora, sencilla, extrovertida, despierta y atenta, encaró la vida con la paciencia, con la ilusión, con la ingenuidad y con la valentía de las personas enamoradas de Jesús de Nazaret. Con la Madre General, sor María José y con las las demás hermanas del Rebaño somos muchos los que hoy sentimos pena por su ausencia y alegría por haber aprendido de ella una manera sencilla de vivir el Evangelio. Que descanse en paz.
José Antonio Hernández Guerrero
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