En el artículo de anteayer acerca de la conferencia de Enrique Valdivieso, no me cupo mi reflexión sobre los perrillos de Bartolomé Esteban Murillo. Me ceñí a lo que nos explicó Valdivieso tan bien. Pero, mientras la máxima autoridad del mundo hablaba sobre el pintor, yo pensaba en los perros que pintó. Como dije, dijo que Murillo tenía el empeño de derramar el bálsamo del consuelo con el aceite de sus óleos. Por eso, todos sus personajes sonríen y todos sus pillastres llenan la panza. Sólo sus perrillos anhelan la comida, y miran, esperando las migajas que caerán de la mesa de los pequeños pícaros.
El pintor sabía muy bien lo que se hacía. Por un lado, recuerda al espectador la realidad del hambre y la existencia de la necesidad. "Más hambre que el perro de un ciego" es un dicho que el otro día explicaba a mis hijos y que viene como anillo al dedo de los cuadros de Murillo: sólo un ciego sería capaz de no ver el hambre que el pintor representaba en el perro. Se evitaba (antítesis del sensacionalismo) tener que pintar a un niño o una viejuca pasando penurias. Y, además, al poner al perro dependiendo de la piedad de ese mismo niño o de aquella viejuca, resaltaba sus dignidades. No eran menesterosos sino lo contrario: mecenas, siquiera de un perrillo.
Lo que me recordó que los musulmanes dicen preferir los gatos a los perros porque éstos últimos son idólatras: confunden a su dueño con Dios. Los gatos jamás incurrirán en semejante blasfemia, sino que, despreciando a sus dueños, contemplan, santones sufís, el infinito. Reconozcamos el ingenio de la observación musulmana, y atendamos, en consecuencia, a la lección del perro, tal y como supo verla Murillo.
En una religión en que Cristo nos animó a ser otros cristos, como decíamos ayer, ¿qué tiene de malo que, en los ojos de nuestros perros, nos veamos reflejados con resplandores casi divinos? Eso nos recordará que tenemos que ser misericordiosos y mejores, entre otras cosas, además de darnos un ejemplo, los perros, hasta extremos sonrojantes, de fidelidad y de atención reverente. No es extraño que los dominicos, con lo que saben los padres dominicos, jugasen con llamarse Domini canis, los perros del Señor. La iconoclastia exacerbada la toma con los perros, naturalmente, pero los partidarios de las imágenes sacras hemos de admirarlos.
(La próxima vez que mis hijos me pidan tener un perro, cualquiera les dice que no.)
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