Un librito de Pablo D'Ors, publicado hace poco, ha constituido, a pesar de su título (Biografía del silencio. Breve ensayo sobre meditación), todo un éxito editorial, con varias ediciones ya en su haber. Y algo similar, en un ámbito distinto, puede decirse de la obra del cardenal Sarah, aún más reciente, titulada La fuerza del silencio.
No deja de sorprender, querido lector, el que obras sobre estos temas hayan podido llegar a convertirse en superventas. ¿Acaso no vivimos en una sociedad que ha desterrado el silencio y la meditación al desván de los viejos recuerdos, al espacio de aquellos que no realizan nada práctico? Todo lo más consumimos cursos sobre todo tipo de fórmulas meditativas, de raíz oriental generalmente, pero creadas ad hoc para el atareado hombre occidental, siempre a la búsqueda de algo que le reequilibre frente a su permanente estado de estrés y ansiedad. Pero estamos lejos todavía de incorporar a nuestra vida como necesidades perentorias el silencio y la introspección, de donde dimana la posibilidad de un conocerse a sí mismo, la oportunidad de comunicarse con lo sobrenatural y nuestro personal orden interior.
Precisamente por eso ha nacido en el deseo de nuestros coetáneos la nostalgia de un silencio hoy inexistente, que por su espesura pudiera, incluso, llegar a cortarse; donde sólo se oyese, si acaso, la propia respiración o los sonidos livianos de una naturaleza viva subyacente.
Hoy nuestra persona se halla como externalizada, alienada, asaltada por todo tipo de ruidos internos y externos, sin que apenas le quede tiempo para mirarse dentro, en ese territorio invisible donde se radica el alma y, a través de ello, erigirse sobre convicciones sólidas, forjadas desde la experiencia íntima del propio ser, sobre lo que está más allá de los eslóganes. Y esta dificultad es a día de hoy compartida por creyentes (algo que no debiera afectarles) y no creyentes.
¿Acaso no es cierta, aunque pretendamos lo contrario, la tendencia a valorar mejor la actividad, a veces frenética; el bullir de la calle y de las tiendas, los conciertos ruidosos de masas vocingleras y músicas estridentes, el griterío de los estadios o el ruido agudo y penetrante de las motos de carrera? Peor aún, pues afecta más directa y frecuentemente a nuestra vida cotidiana. ¿Cuántas horas al día estamos pendientes del móvil, de los sonidos de botella descorchada producidos por los mensajes al fluir en las redes, de los monótonos cantos del pajarito del facebook o de las vibraciones del teléfono, independientemente de la hora y el lugar donde se produzcan? No vivimos, nos viven. Hoy resulta tarea casi imposible no ver u oír en los transportes públicos o en la calle una muchedumbre de personas ordenando sus correos, abriendo sus videoclips, escuchando sus descargas musicales pinganillos a la oreja o con los dedos nerviosos, a riesgo de una caída, tropiezo o atropello, escribiendo o respondiendo los guasap que incesantemente le llegan.
Todo semeja un mundo de pequeños universos-isla compartiendo un espacio común, pero extraños entre sí, ennortados por las imágenes (sobre todo estas) y contenidos que les llegan o que habrán de enviar, en su mayoría inanes y superficiales, como si se tratara de un obligado ritual.
Si, como creo, los transportes públicos sirven para dar cuenta de los cambios culturales de una sociedad, es fácil visualizar hoy en ellos la transformación operada: el progresivo abandono de la lectura (los libros electrónicos son escasos), la abolición del papel, la indiferencia hacia quienes nos rodean, el descaro al mostrar a los demás, elevando la voz, estados de ánimo o contenidos de conversaciones que sólo interesan a quien los manifiesta. El impudor para revelar públicamente cuestiones personales o íntimas.
Así, nuestro ser personal, lejos de conectar en el silencio con su yo más profundo, prefiere sumergirse en un mar de ruidos y distracciones sin fin, en la saturación de mensajes, donde lo relevante no es su valor, sino el haber sido producidos para ser consumidos al instante, en la fugacidad del momento.
Se entiende el éxito de los libros arriba citados, con independencia de la calidad, en este caso mucha, de sus autores. Hay una avidez social de paz, de silencio interior, que no logran colmar, sino más bien al contrario, los instrumentos que nos ofrece la sociedad hipertecnificada en que vivimos. Es preciso crear una ecología del silencio. El problema estriba en recobrar un hábito fundamental perdido. Cuánto nos cuesta quedarnos a solas con nosotros mismos siquiera un minuto, en calma interior y exterior, sin oír ni precisar las variadas y apremiantes voces que continuamente nos asaltan.
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