No estaba muy animoso, pero, por suerte, estoy estudiando la publicidad con mis alumnos. Les sugerí que me enviaran sus anuncios favoritos. La inmensa mayoría escogió unos muy emocionantes, donde lo de menos era el producto promocionado y lo de más los nobles sentimientos a flor de piel. El ser humano, incluso en la apoteosis del consumismo -por el lado de los anunciantes- y en el apogeo de la adolescencia -por el de mis alumnos- valora, sobre todas las cosas, el bien, la belleza y la bondad. Mientras corregía, se me empezaron a saltar las lágrimas y más se me saltaban porque no quería que se me saltasen. Me siento frente a un compañero que podía pensar que el estrés laboral me había roto, ya definitivamente.
Eran, sin embargo, las lágrimas dulces de la emoción. Por mi parte, yo les envié mi anuncio preferido, que es uno de un refresco chispeante en el que se defiende la falta que hacen en el mundo los malos poetas. Si los poetas son buenos, pues mejor que mejor, se entiende, pero lo importante es que sean poetas, aunque sean regulares o pésimos. Antonio Machado defendía que, entre la maravilla de escribir bien y el horror de hacerlo mal, brillaba el justo medio de callarse. Eso es muy español, pero yo ahí soy chestertoniano. El inglés animaba a que, si una cosa es importante, se acomete, aunque sea mal. El perfeccionismo ha hecho muchísimo daño.
Impulsado por el chute de buen rollo publicitario, me eché a la calle. Don Quijote se lanzó al campo por una sobredosis de literatura caballeresca. Yo, mutatis mutandis, estaba dispuesto a revivir los anuncios tras una sesión intensiva de YouTube. Dejé de leer columnas de política (incluyendo en la exclusión la mía de ayer) y paseé a mis niños con una sonrisa de oreja a oreja. Un político me contó que escribe un poco por las noches, como terapia, y le entendí. Recordé que Mario Quintana no se creía las penas de amor que contamos los poetas, porque la felicidad de escribir un soneto las compensa de sobra. Ése era mi estado de ánimo.
No durará, pero si dejamos que un berrinche nos escriba un texto o que una preocupación política nos tenga meses dándole vueltas a la noria, qué menos que un ataque de optimismo se pose levemente en una columna. La felicidad no suele ser muy fotogénica ni discursiva ni prolija ni periodística. Y eso que se pierden las fotos, los discursos, la prolijidad y nosotros, ay, los columnistas.
Enrique García-Máiquez
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