Y llega el final de la Cuaresma como llegará un día el final de la vida, y a uno le tiemblan las piernas como si se hubiera estado preparando para el examen de fin de curso: ¿Pude haber hecho mejor las cosas? ¿Me acordé de no tomar carne los viernes? ¿Pude haber rezado algo más? ¿Fui suficientemente generoso con la limosna? Tan nefastas son las respuestas negativas como las afirmativas. Tan mala es la pesadumbre por no haberse preparado bien la prueba, como la autosuficiencia del que llega a la Pascua –o al final de la vida– con la sensación del deber cumplido, de tener un buen currículum.
Ni en un extremo ni en el otro podremos encontrar al Buen Ladrón, cuya memoria litúrgica, el 25 de marzo, coincide este año con el Viernes Santo. Este criminal –condenado posiblemente por asesinato– ha pasado como de puntillas por la historia de la Iglesia, quizá porque en nuestra conciencia colectiva ha costado entender que el mismo Cristo le regalase, así, sin pagar nada, la posibilidad de estrenar un Cielo que ningún mortal había pisado todavía.
¿Se lo merecía? «Es verdad que Dimas realmente no se merece la salvación», dice en una entrevista a esta casa (Así robó Dimas el cielo) el sacerdote Álvaro Cárdenas, editor del libro El Buen Ladrón (Voz de papel), del canadiense André Daigneault, y promotor en España de la figura de san Dimas. «Porque en realidad la verdadera justicia no nace de nuestra generosidad, o de nuestras virtudes. Es únicamente la sangre de Cristo la que nos justifica».
En la Semana donde celebramos el misterio de la misericordia, en plena celebración del Año de la Misericordia, Dimas nos enseña que «la salvación es un don gratuito que se nos ofrece, y que se nos invita a acoger siempre de nuevo», dice el padre Cárdenas.
En medio de nuestra desnudez, de nuestra vida siempre pobre en obras, méritos y deseos, la cruz de Dimas se levanta ante nosotros como la llave con la que abrir el corazón del Padre. De su confianza –casi descaro– aprendemos a tratar a Cristo, a descansar a su derecha, a apoyar nuestra cabeza en su misericordia. Como dijo san Bernardo, «mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras Él no lo sea en misericordia. Y porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos. Y aunque tengo conciencia de mis pecados, donde abundó el pecado sobreabundó la gracia».
La misma gracia que le abrió a Dimas, y que quiere abrir para nosotros, un día, la Pascua, las puertas del Cielo.
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
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