Acabó la Semana Santa, con sus cambios de rutina, sus horas de descanso, la lluvia, las procesiones, el buen tiempo, las vacaciones escolares, la penitencia del Nazareno, la varicela y demás parafernalia. De puntillas, las imágenes de Idomeni, bajo la lluvia, y el atentado en Bruselas perpetrado por el DAESH. Permítanme que a partir de ahora no nombre más a este grupo terrorista como IS o Estado Islámico, porque sería concederles identidad política, y eso sería ayudarles y fomentar lo que persiguen.
Merecerían otro artículo esas deleznables declaraciones públicas que tratan de justificar lo injustificable, que el ataque a Occidente no es más que una devolución de lo que Occidente ha hecho, y que por tanto nos lo tenemos merecido. Eso es como decir que a las mujeres las violan por llevar falda, porque está claro que subir una falda es más fácil que bajar un pantalón.
Nosotros a lo nuestro, a protestar porque una vez más nos quitan la hora que nos regalaron hace meses, y tratamos de adaptar nuestra rutina familiar al horario de verano, como por ejemplo bajando persianas para hacer creer inútilmente a los pobres niños que se está haciendo de noche.
Unos niños que están en nuestra casa pero que también podrían haber estado jugando en un parque infantil, en la segunda ciudad más grande de Pakistán. En Lahore. A las siete de la tarde. Hora punta en el parque infantil. Un terrorista suicida estalla su chaleco. Pam. El resultado, 72 muertos, de los cuales 29 eran niños. Está claro: Je suis Bruselas, je ne suis Lahore. Y la asquerosa teoría de que nos lo merecemos se desdibuja, como la tinta bajo la lluvia, con el atentado de Pakistán.
También hay niños desdibujados bajo la lluvia, esperando. En Europa, concretamente en Grecia. En Idomeni. A nadie se le escapa que con esos niños vienen sus familias, y que la encrucijada de la UE es ver de qué manera criba el acceso para que Europa no sea un nido de integristas. No seamos cínicos, es así. Pensamos eso y otras muchas cosas al ver la imagen de esa familia bajo la lluvia, con la madre descalza y ese cansancio genético en la cara, característico de las mujeres islámicas. Que tienen 25 y parecen que tienen 40. Que tienen 40 y parecen de 60. Esa mujer bajo la lluvia va cargada de bolsas y carga también con dos niños, uno en brazos y otro a la espalda. Está rodeada de hombres, sus familiares, todos ellos jóvenes, y con zapatos. Y todos ellos caminan bajo la lluvia con las manos en los bolsillos. Está muy bien el discurso del buenismo, pero la imagen refleja una realidad de manera inequívoca. Esto es lo que hay.
Así están las cosas. Nosotros aquí, ellos allí. Los niños no entenderán por qué están allí, esperando, bajo la lluvia. Probablemente hilen conversaciones de los mayores, para concluir que Europa no les quiere. Y comenzará a germinar en ellos el rechazo hacia Occidente. Retroalimentación, la pescadilla que se muerde la cola. Y si llegan a entrar, se sentirán inferiores, de prestado.
La parálisis de la Unión Europea es patente. Está sobrepasada. Nunca en su historia política se ha enfrentado a una avalancha de refugiados a los que dar respuesta humanitaria, a los que dar cobijo, a los que cribar para que no se cuelen terroristas, a prestar servicios. Unos servicios que cuestan dinero. Al final, todo en la vida se reduce a eso. Al dinero. En la muerte también, pero solo en occidente.
En Lahore, la muerte sale más barata. Allí además no cambian la hora para ahorrar. Allí 72 personas se quedaron en las siete de la tarde para siempre, mientras estaban en un parque infantil. En España, eran las dos de la tarde. Aún no hacía falta bajar las persianas.
Laura Garófano
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