domingo, 27 de marzo de 2016

OBRAS SON AMORES



Tribuna
Mil matices de misericordia, bondad, clemencia y compasión han sido desplegados por los consagrados: desde la liberación de esclavos, hasta la fundación de hospitales; desde el deseo de convertir las nuevas universidades en lugares donde se piensa y construye un mundo más próximo a la verdad de Dios, hasta el trabajo compartido con hermandades y cofradías
La vida consagrada no se entiende fuera de la misión de la Iglesia, forma parte de su identidad y enriquece con sus carismas a las comunidades donde se sitúa. Los consagrados viven estrechamente unidos al resto de los cristianos , pero no se difuminan en el conjunto porque su modo de ser y estar se despliega en propuestas carismáticas reconocibles, que subrayan la búsqueda de Dios, la identificación con Cristo, la lectura creyente de la realidad, la entrega generosa a los hermanos y el diálogo con los tiempos y lugares. Estas aportaciones específicas matizan, enriquecen y dan color a la vida de la Iglesia. Cada comunidad carismática expresa su voluntad de servicio, resaltando un aspecto de la persona de Cristo.
La vivencia de la bienaventuranza de la misericordia, declinada en todo el abanico de sus significados, no solo ha sido el motor principal de esta realidad someramente descrita en las líneas precedentes, sino también su subrayado y matiz más destacados. Los primeros monjes acentuaron el don de la reconciliación con Dios que acoge a toda persona y le muestra un horizonte de conversión hecho norma e itinerario existencial. Aun viviendo en lugares apartados, se esforzaron por servir al pueblo de Dios con la oración, el silencio y la construcción de cultura; promovieron proyectos de paz, estabilidad y centralidad del amor cristiano. En un mundo donde la guerra, la desintegración y la violencia parecían prevalecer, los monjes practicaron el perdón, la serenidad, la sobriedad y la reconciliación como ideales de vida.
Las transformaciones históricas trajeron nuevas formas de vida consagrada que subrayaron la necesidad de «mirarse en el espejo del Evangelio» y contemplar a Jesús que, «movido a misericordia», se hacía uno más, compartía los sufrimientos de los hombres, se identificaba con quienes tenían hambre y sed, sufrían la soledad, carecían de casa, estaban desnudos o eran ignorantes… Los nuevos consagrados utilizaban otro lenguaje para expresar su voluntad de hacer penitencia y vivir el perdón de Dios: querían reproducir la vida de Cristo sine glossa, en autenticidad, sin aditivos ni conservantes. Francisco de Asís besó a un leproso porque vio en él la imagen de su Señor; de este modo, quiso reintegrar a ambos (a Cristo y al leproso) en una sociedad ajena al don de la misericordia, que los rechazaba directa o indirectamente.
El gran salto en el siglo XVII
A partir de entonces, mil matices de misericordia, bondad, clemencia y compasión han sido desplegados por los consagrados: desde la liberación de esclavos, hasta la fundación de hospitales; desde el deseo de convertir las nuevas universidades en lugares donde se piensa, construye y procura un mundo más próximo a la verdad de Dios, hasta el compartir el pan con los más humildes; desde las instituciones dedicadas a la plegaria, hasta la práctica benéfica de toda obra buena; desde presencias cualificadas, animadas por comunidades de religiosos profesionalmente preparados, hasta el trabajo compartido con hermandades, cofradías, gremios y asociaciones que sostenían instituciones dedicadas a hacer presente la caridad en los sitios más difíciles; desde el compromiso con las diócesis, hasta la construcción de Iglesia allende los mares; desde la voluntad de evangelizar con las armas de la acogida, la escucha y el respeto, hasta la sensibilidad profética convertida en conciencia crítica y en grito que reclama justicia.
La Iglesia conoció un salto de gigante a mediados del siglo XVII cuando, tras muchos pasos en falso, la mujer consagrada comenzó a participar de lleno en la vida apostólica, y lo hizo precisamente por medio del compromiso callado y discreto con las situaciones humanas más desafiantes. La imaginación de la caridad, presente sobre todo en las comunidades femeninas, acusó los golpes revolucionarios más duros, salvó resistencias reales en el seno de la misma comunidad cristiana y se convirtió en el germen de una renovación eclesial que hoy sigue dando frutos granados.
Una mirada crítica al ayer busca ir más allá de lo que aparece a primera vista y no se conforma con reseñar un catálogo de méritos. En todo caso, es preciso reconocer que los consagrados han luchado con fuerza para que otro mundo fuera posible. Ningún testigo del Resucitado puede pretender estar lejos de donde los hombres necesitan sentir el don de la compasión. Hoy como ayer vivir la misericordia es parecerse a Cristo; es ser y construir Iglesia.
Antonio Bellella, CMF
[El autor será uno de los ponentes en la 45 Semana de la Vida Consagrada, que se celebra del 31 de marzo al 3 de abril en Madrid]

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