Llevo más de tres semanas viviendo una nueva vida, hasta
entonces desconocida para mí. Tres semanas palpando día a día ese mundo que
casi nunca nos paramos a pensar sobre él. Un mundo que está cerca, muy cerca de
nosotros y que se encuentra próximo a nuestra casa, limítrofe a cualquier
carretera por la que circulamos, contiguo a un gran centro comercial o, porqué
no, adyacente a un estadio de fútbol.
Un mundo donde no existe, tal y como estamos acostumbrados a
conocer, la Semana Santa, la feria, la playa, la montaña, el salir con los
amigos, el tomar una copa en la calle, el pasear...
Un mundo que nos hace madurar, créanme, de una manera
brutal, y en el que las circunstancias originan que tengamos que palpar esta
nueva vida en primera o, en el caso en el que les hablo, en tercera persona.
Un mundo de paredes blancas y frías, pasillos interminables,
multitud de habitaciones y camas, sillas de ruedas, salas de espera,
quirófanos... y enfermos, muchísimos enfermos.
Pero, por el contrario, es un mundo donde se refuerzan, más
si cabe, los nexos de unión tanto familiares como de amistad. Un mundo donde la
compañía, el cariño, la esperanza, la dedicación, la ayuda o el apoyo se vuelve
vital y nos hace sacar a la luz ese lado bondadoso, generoso o amable que todo
ser humano debiera llevar en su interior.
Se trata, sin duda, de un trance por el que nadie quiere
pasar pero, a la vez, una experiencia que te hace recapacitar y pensar lo
grandiosa y valiosa que es la vida y lo absurda que la convertimos en multitud
de instantes de nuestra existencia.
Llevo, junto a mi esposa y mi suegra, casi cuatro semanas,
desde la noche del Viernes de Dolores, acompañando a mi suegro en el hospital
aquejado de unas dolencias. Casi cuatro semanas de esperas interminables que
aguardan una intervención quirúrgica, que se prevé cercana en el tiempo pero
que no termina de llegar.
Trabajo, hospital, casa... trabajo, hospital, casa...
trabajo, hospital, casa...
En estas palabras se resume nuestras vidas durante todo este
tiempo. Y eso no es nada, absolutamente nada, comparado con lo que muchísimas
personas de este recóndito pero, a la vez, multitudinario mundo, tienen que
vivir, sufrir y padecer durante muchas semanas, meses e incluso años, al lado
de sus seres más queridos, con la fe y la esperanza puesta en una pronta
recuperación.
Como todos ustedes saben, soy cristiano, cofrade y un
enamorado de Jesús Sacramentado. Y sin lugar a dudas, esta Semana Santa, a mis
33 años, quedará grabada para siempre en mis retinas. Ha sido una Semana Santa
distinta, muy distinta, pero con creces la que he vivido con mayor intensidad.
Una Semana Santa en la que la carrera oficial la confundía con
los pasillos del hospital, los palcos y sillas se transformaban en salas de
espera, el aroma a incienso tornaba en olor a medicamentos y material
quirúrgico, los hábitos nazarenos se reflejaban en los pijamas de los enfermos,
los bares de las calles por donde transitan las cofradías se convertían en
máquinas expendedoras que se ubicaban en cualquier hueco de escaleras, las
lágrimas de emoción ante una salida procesional se mezclaban en llantos de
desesperanza ante la gravedad de un familiar, y la estación de penitencia, a
diferencia que en la Semana Santa, no tiene horarios ni itinerarios establecidos
y continúa, día tras día, sin saber cuando va a finalizar.
Este año, Dios ha querido que viva esta particular Semana
Santa sin vestir mi hábito nazareno el Martes Santo en mi Hermandad de la
Clemencia. Pero, por el contrario, Él ha obrado para que me sienta estos días
muy cerca de su majestuosa presencia, en una pequeña capilla, dedicada a
Nuestra Señora de Lourdes, que desde el primer día del ingreso hospitalario de
mi suegro, me afané en buscar y logré encontrar.
Un lugar de oración sencillo, casi escondido en una
entreplanta, por el que muy pocas personas transitan, casi siempre vacío, y que
muestra en su altar una imagen de la mencionada advocación mariana, el Sagrado
Corazón de Jesús, el Cristo de San Damián y, en la parte trasera del pequeño
templo, un icono de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, además de las catorce
estaciones del Vía-Crucis y varias macetas colocadas alrededor del templo. Y,
por supuesto, una lamparilla grana siempre encendida junto a un sencillo
sagrario que anuncia la Real presencia del Santísimo Sacramento del Altar.
Nunca olvidaré esa capilla con dos altares, uno de mármol en
el pequeño presbiterio y otro más bajo, de madera, que está situado justo
delante de las bancas. Y nunca olvidaré ese regalo, a la vez que sorpresa, que
pude disfrutar el Martes Santo, día en el que realizo estación de penitencia
con mi mencionada Hermandad de la Clemencia, cuando a las ocho de la mañana
llegué al hospital y, tras visitar a mi suegro, me dispuse a acudir a la
Eucaristía de las ocho y media de esta resplandeciente jornada pasional.
Éramos cuatro personas las que ocupábamos los bancos cuando,
para mi asombro, en ese pequeñito altar de madera, observé como acudía desde la
sacristía el sacerdote... en silla de ruedas. Con un desparpajo, manejo, dominio
y habilidad fuera de lo normal, a pesar de su minusvalía, el presbítero acercó
al altar el cáliz, el pan y el vino, el misal, el leccionario y todos los
elementos necesarios para celebrar la Santa Misa.
Vestido de paisano, una vez perfectamente ubicado todo,
accedió de nuevo a la sacristía y, a los pocos instantes, apareció revestido de
sacerdote para comenzar la Eucaristía. Una misa sencilla, recogida, a las
primeras luces de la jornada, en la que tuve el privilegio de leer la lectura
del día y comulgar a Cristo de manos de esa persona que rebosaba bondad y
sabiduría por los cuatro costados. Ese día mi túnica blanca se quedó colgada y
limpia de la percha en casa de mis padres pero, a pesar de ello, puede que sea el
Martes Santo que más cerca de Dios me haya encontrado.
Paradojas de la vida, no he necesitado hábito nazareno, ni
olor a incienso, ni cornetas ni tambores, ni levantás al cielo. El estar cerca
de quienes lo están pasando mal y el tener ese contacto tan íntimo con Cristo a
través de la Eucaristía me hizo, ese día, estar mas cerca de Dios.
Cuántas confesiones durante estos días en la soledad del
templo Él y yo. Cuántas peticiones, cuántos ruegos, cuántas súplicas, cuántos
padrenuestros, cuántos avemarías...
También hubo otro momento muy importante en esta Semana
Santa, concretamente en la jornada del Jueves Santo, Día del Amor Fraterno,
cuando pude ‘escaparme’ un par de horas del hospital para celebrar en la
Capilla del Asilo de San José, con mi Hermandad Sacramental de Santiago, los
Santos Oficios, en los que tuve el inmenso privilegio de participar como
monitor de los mismos, además de instalar el coqueto y sencillo monumento que
albergó la Augusta presencia del Santísimo Sacramento. Unos Oficios que llevaba
varias semanas organizando y preparando mano a mano con el párroco de Santiago y
a los que, finalmente, gracias a Dios pude asistir. Fue, sin duda, otro
maravilloso instante de cercanía y unión ante Dios en esta especial y sentida
Semana Santa, celebrando la institución de la Eucaristía en una jornada mágica
para todas las personas enamoradas del Santísimo.
En estos momentos difíciles de espera, de incertidumbre, es
un verdadero privilegio tener tan cerca la presencia viva de Dios. Un bálsamo
que te hace coger fuerzas para poder sobrellevar, día a día, el peso
penitencial de la cruz de la enfermedad.
Unos días duros, pesados, en el que el cansancio del trabajo
se suma a lo agotador de las interminables horas en el hospital al lado de los
seres queridos, pero que gracias al apoyo y al ánimo de familiares y de buenos
amigos, se sobrelleva con mucha más fuerza y entereza.
Llevaba varios jueves sin escribir mi semanal artículo
dedicado al Santísimo en el prestigioso blog ‘Sed Valientes’, que dirige mi
buen amigo y hermano en la fe Jesús Rodríguez Arias y que tanto nos ha apoyado,
junto a su esposa, durante todos estos días. El agotamiento, tanto físico como
mental, me hacía imposible sentarme delante del ordenador y expresar en
palabras la multitud de vivencias que en muy pocas horas presenciaban mis
sentidos.
Pero hoy he querido, en un arrebato de inquietud, narrarles
a todos ustedes cómo he vivido la Semana Santa de 2015. Una Semana Santa
distinta, muy íntima, cercana a mis familiares y amigos y muy próxima a Dios.
Una Semana Santa donde, a día de hoy, mi mujer, mi suegra y
yo continuamos con nuestra particular estación de penitencia y en la que
pedimos una oración por el pronto restablecimiento de mi suegro. Muchas gracias
a todos por el apoyo mostrado y por estar ahí en estos momentos difíciles.
Alabado sea Jesús Sacramentado...
Beltrán Castell López.
No hay comentarios:
Publicar un comentario