sábado, 25 de abril de 2015

¿PODEMOS HABLAR DE HUMILDAD EN DIOS?




Sólo Dios es perfecto y en Él, no cabe la humildad, sino sólo según la naturaleza asumida. 


Por: José María Casciaro | Fuente: encuentra.com



Andaba un tiempo dándole vueltas a la cabeza acerca de la «humildad de Dios» a partir, por una parte, de la contemplación de la vida oculta de Nuestro Señor en Nazaret y de la discreción en la manifestación del misterio de su ser teándrico; y de por otra, de la consideración del Dios «que se esconde» detrás de su gobierno del universo y de los acontecimientos de la historia humana. Me maravillaba de que Dios no pregone, ni «haga publicidad» de sus obras, ni se jacte en ellas de la infinita sabiduría de su ser, de su inmenso poder... Además pensaba que todos los santos, que son los que más se han asemejado a Él, se hayan esforzado decididamente por ser humildes, siguiendo la invitación de Jesucristo «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Pero estando en estos pensamientos me tropecé con el texto de Santo Tomás de Aquino: «Hay dos clases de perfección. Una, absoluta, carente de todo defecto, tanto en sí misma como en relación con los otros seres. Así, sólo Dios es perfecto, y en Él, según su naturaleza divina, no cabe la humildad, sino sólo según la naturaleza asumida»
Tanto la evidencia de su concisa argumentación y el peso de su autoridad me dejaron sin ánimo para proseguir en mis pensamientos. Por si fuera poco, el mismo Aquinate dice inmediatamente antes: «La humildad reprime el apetito a fin de que no aspire a grandes cosas que exceden el recto orden de la razón»
Decididamente, el tema se me presentó como un despropósito y lo dejé aparcado por un tiempo, no fuese que, en el intento de profundizar en la humildad, cayera en el vicio opuesto.
Sin embargo, había algunas ideas que me hacían resistencia a abandonar por completo el propósito. Una es que el Verbo Encarnado ¿no refleja, de alguna manera, en los gestos y en el lenguaje humanos, el ser invisible y el actuar inalcanzable de Dios? La misma Encarnación del Verbo ¿no es ya un acto de synkatábasis, de condescensión, de abajamiento, de «humildad» de la Trinidad Beatísima? Muchos textos evangélicos me venían a la cabeza. Me detendré en algunos.
1. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9)
La frase pertenece a un contexto más amplio, en el que a una pregunta del apóstol Tomás, Jesús responde con inesperada y sorprendente profundidad. Es el pasaje de Jn 14, 6-11:
«6 Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí. Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.
8 Felipe le dijo:
—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
9 —Felipe —le contestó Jesús—, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? 10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas».
Un camino de acceso para penetrar en sentido del texto de San Juan pueden ser las palabras del n. 516 del Catecismo de la Iglesia Católica: «Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), y el Padre: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre para cumplir la voluntad del Padre (cfr. Hb 10,5-7), nos “manifestó el amor que nos tiene” (1 Jn 4, 9) incluso con los rasgos más sencillos de sus misterios». Por su parte, el Papa Juan Pablo II escribe: «Una exigencia de no menor importancia (...) me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre».
A mayor abundamiento, y para no iniciar todavía mi propia exégesis del texto joaneo, me permito reproducir unos párrafos del Sermo 141, 1 y 4, de San Agustín: «Todo hombre alcanza a comprender la Verdad y la Vida; pero no todos encuentran el Camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible (...); pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza humana. Camina contemplando su humildad y llegarás hasta Dios». Y, en la misma línea, he aquí un apunte de la nota a Jn 14,1-14 del Nuevo Testamento preparado por profesores de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra: «El v. 9 es de una intensidad deslumbrante. Conocer a Cristo es conocer a Dios. Jesús es el rostro de Dios».
En el v. 6, Jesús, al responder a la pregunta de Felipe −cfr. vv. 4-5−, toma ocasión para descorrer un resquicio del misterio de su ser. No se trata de conocer un lugar terrestre y el camino para llegar a él. El lugar, el término donde Jesús va a ir es el Padre y el Camino no puede ser otro que el mismo Jesús. Jesús es la Verdad y la Vida por ser el Verbo de Dios, la verdad absoluta y la vida eterna, como el Padre. Estos atributos divinos los posee también Jesús y han resplandecido en su santísima Humanidad. La verdad absoluta, divina, ha sido enseñada por la palabra de Jesús7, que nos ha revelado al Padre8. Jesús, a quienes nos adherimos a su verdad por medio de la fe, nos hace participar de la vida eterna como hijos de Dios.
Vida eterna y Verdad absoluta se identifican, como también el Padre y el Hijo en la naturaleza: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3). El conocimiento del Hijo por la fe sobrenatural, que bucea en el misterio, conduce al conocimiento del Padre: «Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14, 7): aún más, los discípulos de Jesús, que creen en él, que le “ven” a través de su Humanidad, puede decirse de alguna manera que “ven” al Padre.
Probablemente Felipe (Jn 14, 8) no pensaba sino en una teofanía, semejante a las concedidas a Moisés (cfr. Ex 33, 18-23), o a Isaías (cfr. Is 6, 1-5), porque no había penetrado aún en el misterio de Cristo (Jn 14, 9), como les ocurría a los demás apóstoles, no obstante el tiempo en que habían convivido con Él10. Pero las palabras de Jesús en su respuesta (Jn 14, 9-10) no dejan de ser misteriosas. Insinúan que Jesús es la imagen perfecta del Padre (cfr. Hb 1, 3). De varias maneras ya les había hablado de la unión profunda, indisoluble entre el Padre y el Hijo.
Jn 14, 11 repite, resumidamente, el mismo argumento que aparece otras veces en el IV Evangelio12 : para creer que Jesús «está» en el Padre y el Padre en él tienen la garantía de la autoridad de su palabra; y, además, si ésta no les resulta clara, está el argumento de sus «obras». Si bien más vale creer sencillamente por su palabra.
2. «Lo que Él [el Padre] hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5, 19)
«En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
El versículo inicia un largo discurso (vv. 19-47), en el que se desarrolla, de modo equivalente a una demostración, la legitimidad de la afirmación sobrecogedora del v. 17b. Puede dividirse en dos partes. En la primera (vv.19-30) se habla de la igualdad del Hijo con el Padre y de algunas de sus implicaciones. En la segunda (vv. 31-47) viene como la prueba de la primera parte.
Igualdad del Hijo con el Padre: Jn 5, 19-30. El v. 19 está en relación directa con la afirmación del v. 17 («Jesús les replicó: −Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo», Ho Patér mou héôs árti ergázetai, kagô ergázomai) y con el comentario del Evangelista en el v. 18 («Por esto los judíos con más ahínco intentaban matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios»)14. Los vv. 19-30 se extienden en mostrar que las obras del Hijo son las obras del Padre: poder de resucitar los muertos (v. 21); juicio supremo (v. 22); honra (v. 23); los vv. 24-30 desarrollan los enunciados de los vv. 21-23. En esta parte del discurso, al mismo tiempo que se habla de igualdad del Hijo con el Padre, se les distingue: son Padre e Hijo respectivamente (en la doctrina cristiana, igualdad de sustancia o naturaleza y distinción de personas). La «obras mayores» de las que se maravillarán los hombres (v. 20) parece que se refieren a la resurrección de Jesús y a la de los muertos como efecto de la propia resurrección de Jesús.
El v. 24 apunta al corazón de la teología de Juan, a saber, la necesidad de «escuchar» y «creer» en la palabra de Jesús para ser salvado, para alcanzar la vida eterna. Un mismo acto de fe abarca al Padre y al Hijo.
Ceguera de los judíos: Jn 5, 31-47. Frente a la resistencia a creer, esta parte del discurso aduce cuatro testimonios o “argumentos de credibilidad”, o “razones para creer”: el testimonio de Juan el Bautista (vv. 32-35); el de las «obras» que hace Jesús, los signos o milagros (v. 36); el testimonio del Padre (vv. 37-38); el de las Escrituras (v. 39). De estos argumentos el de más peso dialéctico es el de las obras que hace Jesús, incluida su vida y enseñanzas. En cuanto que Jesús es enviado del Padre e igual a Él, las obras de Jesús son el testimonio mismo del Padre, es decir, de Dios. Al no percibir en las obras de Jesús la «voz» del Padre, al no creer en el que Dios ha enviado, los hombres se cierran a la posibilidad de «ver» el «rostro» de Dios. De nuevo el pasaje apunta al meollo del mensaje del IV Evangelio.
Los vv. 41-47 reprochan a “los judíos”16 tres impedimentos que les ciegan: falta de amor a Dios, búsqueda de gloria humana, miopía para interpretar las Escrituras.
3. «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30)
Es otro texto impresionante. Forma parte de un discurso que el evangelista enmarca durante la fiesta de la Dedicación del Templo, conmemorativa de la purificación realizada por Judas Macabeo después de la profanación hecha por Antíoco IV Epífanes17. El relato-discurso abarca Jn 10, 22-42:
24 «Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle:
—¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.
25 Les respondió Jesús:
—Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí (...). 30 Yo y el Padre somos uno.
31 Los judíos recogieron otra vez piedras para lapidarle. 32 Jesús les replicó:
—Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas queréis lapidarme?
33 —No queremos lapidarte por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios —le respondieron los judíos.
34 Jesús les contestó:
— (...) ¿A quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de Dios? 37 Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; 38 pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.
39 Intentaban entonces prenderlo otra vez (...). Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio (...). 41 Y muchos acudieron a él y decían:
—Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.
42 Y muchos allí creyeron en él».
A la pregunta apremiante sobre si es o no el Mesías (v. 24), Jesús responde por elevación. La palabra Mesías (Cristo) no es pronunciada, y con razón, pues este término se había mundanizado, banalizado en el ambiente de la época, hasta encerrarlo en los estrechos límites de un nacionalismo político y terreno18. Parece que, en la intención de sus interpelantes, si Jesús reivindicaba el título, daba pretexto para denunciarlo a la autoridad romana como rebelde contra el César −tal como sería en efecto la acusación de los pontífices ante Pilatos−. Si lo rechazaba, causaría una gran decepción popular. Por ello, Jesús no descendió al plano de sus interrogadores. Pero dio la respuesta llevando la cuestión al fondo: remontándose del mesianismo nacionalista hasta la identidad con el Padre (que en términos teológicos llamamos la identidad sustancial del Padre y del Hijo). El camino de argumentación que sigue Jesús es, como en otros pasajes del IV Evangelio, el testimonio de las obras (v. 25).
El punto culminante del pasaje es el v. 30, donde de manera lapidaria afirma la identidad con el Padre: Egô kaì ho Patêr hén esmen. Ya San Agustín explicaba así este versículo: «No dijo “yo soy el Padre”, ni “yo y el Padre es uno mismo”. Sino que en la expresión “yo y el Padre somos uno” hay que fijarse en las dos palabras «somos» y «uno» (...). Porque si son uno, entonces no son diversos, y si somos, entonces hay un Padre y un Hijo»21. En lenguaje teológico Jesús revela su unidad sustancial con el Padre, o, en otros términos, la identidad de su esencia o naturaleza divina con el Padre y, al mismo tiempo, la distinción personal entre el Padre y el Hijo. Pero sus interpeladores no estaban para meditar sobre tales realidades divinas.
Si aplicamos el aforismo escolástico operari sequitur esse, la consustancialidad con el Padre nos lleva a pensar que el Hijo encarnado, aun en su obrar humano, actúa “de acuerdo” con el Padre, opera según la pauta del Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34), «He bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado» (Jn 6, 38). Como explicará el dogma cristológico, en Cristo hay dos voluntades, la divina y la humana. Cuando Jesús habla de “su voluntad” se está refiriendo a la humana, en la que gravita, entre otras cosas, la repugnancia al dolor y a la muerte violenta. En esta perspectiva se entiende la oración de Jesús en la agonía en el huerto. «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42); o las que consigna Jn 5, 30: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado».
Por eso, puede también afirmar Jesús en el mismo versículo de Jn 5, 30: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo», palabras paralelas a las más solemnes de Jn 5, 19: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
4. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)
El adjetivo griego praüs, usado también en plural, praeîs, es traducido en todos los diccionarios por manso, afable, clemente, de ánimo suave, opuesto a iracundo. De igual significación es su correspondiente sustantivo praütês, mansedumbre. Además del texto de Mt 11, 29, San Pablo la evoca en 2 Co 10,1 diciéndoles a sus destinatarios: «os exhorto por la mansedumbre (praütês) y la benignidad (epieíkeia) de Cristo».
La mansedumbre es uno de los frutos del Espíritu Santo, según Ga 5, 22-23: «En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia». El Papa León XIII explicaba así el pasaje: «Los frutos enumerados por el Apóstol son aquellos que el Espíritu Santo causa y comunica a los hombres justos, aun durante esta vida (...), pues son propios del Espíritu Santo, que “en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo”».
¿Podemos decir que Dios actúa con mansedumbre, que es manso? El AT nos puede dar una pista. Is 54 ,7-8 pone en boca del Señor: «Por un breve instante te abandoné, / pero con grandes ternuras te recogeré. / En un arrebato de ira / te oculté mi rostro un momento, / pero con amor eterno me he apiadado de ti, / dice tu Redentor, el Señor». Por Jr 31, 20 vuelve a exclamar Dios: «¡Pero si Efraím es mi hijo querido, / el niño de mis delicias, / que cada vez que le reprendo / aún me acuerdo más de él! / Por eso se conmueven mis entrañas. / Siempre me apiadaré de él». Y, por citar aún a otro profeta, dice el Señor por Os 11, 8-9: «¿Podré abandonarte, Efraím, / podré entregarte, Israel? (...). Me da un vuelco el corazón, / se conmueven a la vez mis entrañas. / No dejaré que prenda el ardor de mi cólera, / no volveré a destruir a Efraím, / porque Yo soy Dios, / y no un hombre; / soy el Santo en medio de ti, / y no voy a llegar con mi ira». Los salmos 103, 8 y 145, 8 repiten la expresión −con insignificantes variaciones−: «El Señor es clemente y compasivo, / lento a la ira y rico en misericordia». Pero no sólo esos versículos, sino ambos salmos enteros son una oración de alabanza a Dios, que perdona los pecados de su pueblo y lo protege en vez de airarse.
Ser humilde de corazón, eimì tapeinòs tê kardía, es lo opuesto a ser hyperêfanós, soberbio, “el que quiere aparecer superior a los demás”, como se expresa en St 4,623. Jesús «se humilló a sí mismo», etapeínôsen heautón (Flp 2, 8), «haciéndose obediente hasta la muerte». El sustantivo tapeínôsis, “humillación”, corresponde al verbo tapeinóô en pasiva, ser humillado, tapeinoûsthai, en griego24 y na„anah en hebreo (Is 53, 7)25. En Hch 8, 32-33 se aplica a Cristo parte del cuarto canto del Siervo de Isaías; nos interesa especialmente Hch 8, 33a, que corresponde a Is 53a hebreo: «Fue maltratado y él fue humillado/se dejó humillar» (niggash we hû na„annéh): el Cristo tenía que ser humillado, y Jesús cumplió también esta profecía.
Como todas las enseñanzas de Jesús, ésta es también una expresión sincera de su propio ser y obrar. Dentro del misterio del ser teándrico de Jesús, estas palabras ¿expresan sólo sus sentimientos humanos? ¿Son también, de alguna manera, el ejemplo que ve en el Padre? Jesús, el Verbo del Padre, ¿podría tener sentimientos humanos no conformados con el Padre, aunque, como la repulsa o el miedo al sufrimiento, repugnaran a su condición de verdadero hombre? ¿Pudo “aprender” Jesús la humildad al margen de su visión del Padre? Es verdad que, como dice Hb 5, 8: «y, siendo Hijo, aprendió por los padecimientos, la obediencia».
5. La cuestión de cómo podemos hablar de Dios
Aristóteles debió de ser el primero en expresar con claridad que la palabra o nombre (ónoma) no designa necesaria o directamente la realidad o cosa (chrêma) −como pensaron los antiguos griegos−, sino que lo que el nombre designa, es el signo de la idea, la palabra interior, el concepto (lógos) que nos formamos de la cosa26. Santo Tomás de Aquino parte de aquí para plantear el tema de cómo podemos nosotros hablar de Dios, que desarrolla en toda la cuestión 13a de la Prima Pars de la Summa Theologiae, con el título de De nominibus Dei.
En efecto, Tomás de Aquino comienza la q. 13, a. 1, cor. : «Según el “Filósofo”, las palabras son signos de los conceptos, y los conceptos son signos de las cosas (...). Así, pues, lo que puede ser conocido por nosotros con el entendimiento, puede recibir nombre por nuestra parte. Ha quedado demostrado (q. 12 a. 11 y 12) que en esta vida Dios no puede ser visto en su esencia; pero puede ser conocido a partir de las criaturas como principio suyo por vía de excelencia y remoción. Por consiguiente, a partir de las criaturas puede recibir nombre por nuestra parte; sin embargo, no un nombre que, dándole significado, exprese la esencia divina tal cual es».
La tesis del Aquinate es hoy común en el pensamiento filosófico y teológico católico y puede ser explicada así: nuestro lenguaje expresa las cosas según las concibe y representa nuestro entendimiento. Las que conocemos con perfección las podemos expresar adecuadamente; pero las que conocemos de modo imperfecto sólo las podemos expresar de modo imperfecto, por analogía de las que conocemos mejor; por medio de éstas hablamos de las más desconocidas y las podemos nombrar de modo no adecuado, metafóricamente. Por ello sólo podemos nombrar a Dios y hablar de Él por la mediación de las cosas creadas, de manera imperfecta e inadecuada.
El discurso de Tomás de Aquino prosigue con el razonamiento escueto y riguroso que le caracteriza: lo primero que conocemos de Dios es su causalidad de los seres imperfectos y limitados, es decir, el aspecto “relacional”. De aquí que las criaturas representan a Dios, le son de alguna manera semejantes, en cuanto tienen alguna perfección relativa, esto es, en cuanto participan parcialmente de la perfección total de Dios.
Por ello no le representan como algo de su misma especie o género, sino como efectos que no pueden igualar a su causa, que es el principio sobreeminente o sublime.
El Aquinate hace una distinción: a) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido negativo: Dios es in-mortal, in-material, in-finito...; estos nombres, aunque absolutos, son evidentemente negativos; no significan propiamente lo que es Dios, sino lo que no es y, por consiguiente, no expresan propiamente la esencia o sustancia divina; pero estos nombres no son una vaciedad, sino que expresan la esencia divina de modo imperfecto, como de modo imperfecto representan a Dios las criaturas27. b) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido afirmativo y absoluto (bueno, sabio...). ¿Podemos expresar con ellos la esencia divina?
La respuesta ha de ser muy matizada. Estos nombres significan la esencia divina y se aplican a Dios sustancialmente, pero no alcanzan a expresarla con perfección, totalmente. La razón está en que tales términos expresan a Dios tal y como nuestro entendimiento le conoce; pero nuestro entendimiento le conoce por el intermedio de las criaturas, de donde se sigue que sólo le conoce en la medida en que éstas le representan. En la II-II, q. 4 a. 2 el Aquinate demostró que Dios, por ser simple y absolutamente perfecto, contiene previamente en Sí todas las perfecciones que dio a las criaturas; por ello, una criatura le representa y es semejante a Él en cuanto tiene alguna perfección; pero ésta no es de la misma especie o género que la divina. En conclusión, los nombres que se atribuyen a Dios de modo afirmativo y absoluto expresan la sustancia divina, pero imperfectamente, por cuanto las criaturas la representan de modo imperfecto.
Así, al decir que Dios es bueno, el sentido de esta proposición no es Dios es causa de bondad, o Dios no es malo, sino: lo que llamamos bondad en las criaturas prexiste en Dios y siempre de modo sublime. De donde se sigue que a Dios no le corresponde ser bueno porque cause bondad, sino al revés, porque es bueno causa la bondad en las cosas.
Podría parecer que la cuestión ha quedado resuelta en el a. 2 de la q. 13. Pero Tomás de Aquino sabe bien que todavía restan puntos oscuros. El primero es ¿cómo los muchos nombres que se atribuyen a Dios de modo afirmativo y absoluto (y que significan la esencia divina aunque de modo imperfecto, a. 2) se pueden compaginar con la absoluta simplicidad de Dios? En otras palabras: si estos varios nombres expresan la esencia divina, entonces introducirían una pluralidad en el ser de Dios. Es la dificultad que veía Maimónides sin encontrar solución. El Aquinate responde: «En los nombres que se dan a Dios hay que considerar dos cosas: las mismas perfecciones significadas, como la bondad, la vida y otras semejantes, y el modo de significarlas. En cuanto a lo que significan tales nombres, en sentido propio le corresponden a Dios, y con mucha más propiedad a Él que a las criaturas, y primeramente se dicen de Él. En cuanto al modo de significarlas, no se aplican a Dios en sentido propio, pues el modo de expresarlas le compete a las criaturas.
A mayor abundamiento, Santo Tomás expone que tales nombres no son sinónimos, sino que corresponden a conceptualizaciones distintas en el entendimiento humano de las perfecciones que, procedentes de Dios, encontramos en las criaturas. Tales perfecciones preexisten en Dios en forma única y simple, mientras que en las criaturas se representan de forma variada y múltiple. En conclusión, los nombres atribuidos a Dios, aunque signifiquen una sola realidad, no son sinónimos, porque la expresan bajo muchos y diversos conceptos.
Con el a. 3 de la q. 13 llegamos a un punto clave para plantear el magno problema del lenguaje religioso. La distinción tomista entre la realidad divina (las perfecciones significadas) y el humano modo de significarla sigue siendo fundamental. Pero nosotros no disponemos en esta vida más que de un solo lenguaje, y a éste se adapta Dios al revelarnos su esencia e intimidad. Se sirve del lenguaje humano, de nuestros conceptos naturales, para manifestarnos realidades que nos sobrepasan.
Y. Congar ha hecho un resumen del tema. Apoyándose sobre todo en San Juan Crisóstomo, recuerda que los Padres ven a lo largo de la “temporalis dispensatio” de la revelación, una condescendencia (synkatábasis) de Dios, un descenso de Dios dentro de los límites del tiempo histórico y de la expresión humana32. La encarnación es el punto más bajo de este descenso33, al mismo tiempo que el momento supremo de la revelación de Dios. “Felipe, quien me ha visto ha visto al Padre”34. La synkatábasis, obra del amor divino, revela a Dios, pero con la limitación inherente a la historicidad, que sólo permite percibir los efectos temporales del acto eterno e infinito de Dios.
También Congar ha resumido el problema de cómo percibir y dar forma racional, en lenguaje humano, a la existencia de un orden sobrenatural, por encima de nuestra razón: «Es una tesis generalmente sostenida por los teólogos, pero acerca de la cual no existe enseñanza expresa del magisterio, que la razón puede demostrar la existencia, por encima de ella, de un orden de realidad, para ella misteriosa, que es el objeto propio de la inteligencia increada; es decir, que puede, por lo tanto, demostrar la existencia de un orden sobrenatural de verdad: esto partiendo del valor analógico de la perfección que es la inteligencia. Se llega así a la existencia de un orden misterioso en general (...). Los teólogos se preguntan si esa misma razón puede demostrar la revelabilidad y la comunicabilidad del mismo. La cuestión se reduce de nuevo a preguntarse si se puede probar la posibilidad intrínseca y positiva de la visibilidad de Dios, término de la revelación. Las posiciones divergen. Sí, dicen unos, basándose, sobre todo, en el “deseo natural” de ver a Dios (...). No, dicen otros (...). Nosotros, por nuestra parte, sostenemos las proposiciones siguientes:
1) No se puede probar apodípticamente la revelabilidad de la vida divina ni la capacidad de la naturaleza humana respecto a aquélla, pues tal revelabilidad es la propiedad de una esencia que no conocemos.
2) Tampoco se puede probar su imposibilidad.
3) La consideración de la estructura analógica de nuestra inteligencia, por una parte, y la de nuestro deseo de ver a Dios, por otra, inclinan a admitir la existencia en nosotros de una “potencia obediencial”, sobre la cual somos capaces de ser elevados a participar en la vida íntima de Dios».
Como expone S. Fuster: «La Revelación implica que Dios hace accesible su intimidad. Por ejemplo, cuando Dios se autorrevela como “padre”, el concepto humano de paternidad es el presupuesto de la Palabra divina; pero lo que quiere darse a entender no puede comprenderse por el mero análisis de la paternidad terrena. Cuando Dios se declara “padre nuestro”, no sólo informa sobre algo que es verdad, sino que más bien produce un nuevo significado por la palabra “padre”: crea una nueva relación vivencial entre el hombre y Dios».
6. Valor analógico del lenguaje humano acerca de Dios
Llegados a este punto nos es imposible soslayar el tema de la analogía aunque, obviamente no es éste el lugar para tratar de él. Únicamente tracemos un resumen del pensamiento de los filosófos y teólógos católicos sobre el tema.
Congar formula la siguiente síntesis, a modo de tesis: «La palabra que, de diversas maneras, dirige Dios a los hombres presupone como condición trascendental el valor de nuestro lenguaje acerca de Dios según la analogía, así como una aptitud de nuestro entendimiento para la comprensión de esa palabra (próximo a la fe)».
Que Dios nos dirija una palabra en expresiones del conocimiento y del lenguaje del hombre supone ya alguna aptitud de los conceptos y de los vocablos humanos para significar −aun con los límites e imperfecciones aludidos− el misterio de Dios. Por lo mismo, entraña un sujeto capaz, aunque de modo muy imperfecto, de ser receptor de la palabra divina y de comprenderla. Que la Biblia se inicie con el relato de la creación del mundo por obra de la Palabra, y de la creación del hombre a imagen de Dios y, todavía más, que la acción redentora y recreadora divina sea la encarnación de la Palabra creadora (Jn 1; Hb 1, 1-3), todo ello supone y asienta cierta proporción o relación entre Dios y la criatura humana. Hablar de un Dios “totalmente otro”, resultaría situar fuera de Él, independiente de Dios, lo que es obra de Dios mismo; aunque Dios trascienda su creación, esto no quiere decir que se ausente por completo de ella.
La relación de la criatura humana con su Creador es consecuencia de la causalidad divina, continuación de la relación de dependencia respecto de Dios precisamente por su condición de criatura. Consecuentemente, la posibilidad de las criaturas de conocer algo de Dios y expresar ese conocimiento, procede enteramente de Dios. San Pablo es consciente de que los hombres podemos tener un cierto conocimiento natural de Dios cuando escribe: «Porque lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas. De modo que son inexcusables» (Rm 1, 19-20)».
Así, pues, la analogía −repitámoslo, con toda su limitación− del lenguaje humano y la Palabra de Dios es el fundamento y la justificación de la predicación del misterio de Dios: Jesús de Nazaret, por razón de su identidad con el Verbo de Dios, emplea nuestras expresiones humanas para revelarnos algo del misterio íntimo de Dios. De otra manera, la palabra de Jesucristo no tendría nada que revelarnos. Si avanzamos un paso más, la misma encarnación del Verbo de Dios, la humanización del Lógos divino, ¿acaso no supone alguna conformidad o semejanza de la criatura humana con Dios?. Son dos los aspectos que consideramos en la analogía: Primero, el lenguaje humano de que se ha servido el Verbo para revelarnos confieren a nuestro lenguaje el aval de su idoneidad −por supuesto, muy imperfectamente− para expresar la Palabra de Dios. Segundo, y más importante todavía, la Encarnación supone, y atestigua, la capacidad de la naturaleza humana para recibir la gracia divina y entrar en comunión con Dios.
Admitido que Jesucristo es el revelador perfecto del misterio del ser de Dios, la consecuencia necesaria es que su enseñanza, en el sentido más fuerte, es enseñanza de Dios; es la Palabra misma, en la que Dios se da a conocer, el magisterio auténtico de Dios. Congar anota que los Padres evitaron cuidadosamente una interpretación monofisita de la función reveladora del Verbo encarnado. Lo que Jesucristo veía en el Padre pasaba a su enseñanza a través de su conciencia humana, en la que había un conocimiento humano perfecto de Dios, y, además, la revelación operada por Cristo no se reduce a sus enseñanzas como maestro, sino que se ejerce por medio de sus actos, sus milagros, a través de toda su vida. 
Volvemos así a los textos ya estudiados de Jn 14, 6-11; 5, 19; 10, 30; Mt 11, 29 y de Flp 2, 5-8 y de 1 Jn 4, 8-10.
7. ¿Podemos hablar de “humildad” en Dios?
Recapitulemos cuanto hemos intentado ofrecer en relación con nuestro conocimiento de Dios.
Primero, si nos situamos en el plano de la razón natural (de la teología natural y de la metafísica) diremos que nosotros, en virtud de la huella que la Causa primera pone en sus efectos, podemos atribuir a Dios las perfecciones puras que se dan en las cosas creadas de manera imperfecta y fragmentada. Con tal atribución no alcanzamos un concepto común a Dios y a las criaturas, puesto que −como insiste Tomás de Aquino− Dios no está comprendido en género alguno, sino que está más allá de todas las atribuciones que podamos pensar. En su absoluta simplicidad, Dios no es ya que posea tales perfecciones, sino que Él es esas perfecciones y de modo que escapa a nuestro conocer. Las atribuciones que le aplicamos no son, pues, unívocas, pues no pueden delimitar el ser de Dios: la Causa trasciende infinitamente sus efectos. Pero tampoco son equívocas, ya que hay cierta semejanza o proporción entre la Causa y sus efectos según la analogía, katà tèn analogian. En otras palabras, la analogía implica que la perfección existe “formalmente” en Dios, pero no sería verdadera si en su afirmación no incluimos la negación de toda imperfección (inherente al orden creado y, por tanto, a nuestro conocimiento).
Segundo, si nos situamos en el plano de la Revelación, es decir, de la Palabra que Dios nos dirige, las palabras que usa, tomadas de nuestro lenguaje, adquieren una “plusvalía” que enriquece el valor de nuestros conceptos, trascendiendo sus limitaciones, pero no oponiéndose a ellos (ya hemos aludido a que el concepto que tenemos de paternidad es el presupuesto de la palabra divina; pero cuando Dios se autorrevela como “padre” expresa en nuestro lenguaje un significado infinitamente más rico que el que tenía en nuestro concepto). Se establece así, por iniciativa divina, una más alta relación entre Dios y la criatura humana y nuestro lenguaje queda verdaderamente ennoblecido.
La cuestión es más clara cuando nos referimos a las perfecciones puras y cuando es Dios quien toma la iniciativa en su autorrevelación. Pero la dificultad se hace mucho mayor cuando somos nosotros los que tomamos la iniciativa atribuyendo a Dios perfecciones que vemos en la criatura, como es el caso de la virtud de la “humildad”.
No cabe duda de que en el hombre, la humildad es una virtud, puesto que la perfección humana es sólo relativa, no absoluta. Por tanto la criatura humana que es humilde reconoce interna y exteriormente sus limitaciones y defectos; en primer lugar, al verse ante Dios, ante el que se considera infinitamente pequeño, defectuoso, imperfecto y absolutamente necesitado de Él, ante cuyo honor se humilla; y, en segundo lugar, también por ser consciente de que todos los bienes que posee son recibidos de la bondad y liberalidad divinas, se humilla ante sus semejantes, que han recibido mayores gracias de Dios, o pueden recibirlas, por lo que nunca se considera superior a las demás criaturas humanas.
Como plantea concisamente el Aquinate, por ser Dios absolutamente perfecto, no puede considerarse a Sí mismo, de ninguna manera, inferior a los seres creados, y, por tanto, propiamente hablando «no cabe en Él la humildad según su naturaleza divina, sino sólo en virtud de la naturaleza asumida»45. Ahora bien, si contemplamos la humildad desde su opuesto la soberbia, «deseo desordenado de la propia excelencia»46, podemos decir que Dios ama su indudable e infinita excelencia, pero no de modo desordenado, sino conforme a su propia naturaleza divina. Así, Sb 8, 1 proclama que [la Sabiduría de Dios] «Alcanza con vigor de un confín a otro confín / y gobierna (diokeî) todas las cosas con benignidad (jrêstôs)», y el Sal 145, 9: «El Señor es bueno con todos, / y su misericordia se extiende a todas sus obras».
En efecto, no es difícil darnos cuenta de que Dios no se impone a la criatura humana con prepotencia, sino que escogió el camino de la synkatábasis, condescendencia, hacia la criatura humana, hasta llegar al acto, increíble si no hubiera sucedido, de la Encarnación del Verbo. Pero la misma synkatábasis ¿no es un descenso, un bajar, ¿abajarse?, divino hasta la condición de la naturaleza humana? ¿No habrá que «releer» el tan sabido texto de Flp 2, 5-849 en la perspectiva no sólo del anonadamiento, de la humillación de Cristo Jesús, sino, de alguna manera, de toda la Trinidad? «Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo murió por nosotros». Las citas de la Biblia a este respecto serían innumerables. San Pablo habla del tiempo de la paciencia (anojê) de Dios51, en el cual permitió (eíasen) que las gentes siguiesen sus propios caminos. A partir de Abrahán, según el discurso de San Esteban en Hechos, se habla del tiempo de la promesa (jrónos tês epangelías), promesa que tendrá su cumplimiento en Jesucristo. Dios, siendo Señor de la Historia, deja en su liberalidad que la criatura humana sea el sujeto de tal historia, sin imponerle por la fuerza su plan divino de salvación. Dios permanece, quasi in occulto, debajo de los eventos, invitando al hombre suaviter a que se adhiera libremente a los designios divinos. ¿No constituye todo el misterio salvífico divino una condescendencia, un abajamiento de Dios hacia la persona humana, «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»?.
8. Conclusión
¿Podemos hablar de «humildad» en Dios? Y ¿en qué sentido: impropio, o algo más? El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia trae varias acepciones del verbo concluir:
1. Acabar o finalizar una cosa.
2. Determinar y resolver sobre lo que se ha tratado.
3. Inferir, deducir una verdad de otras que se admiten, demuestran o presuponen.
Y así hasta siete significados. No me atrevo a situar esta conclusión más que en la primera acepción. El lector, en primer lugar, después de los textos de la Sagrada Escritura y de los autores que he sacado a colación, y, en muy segundo lugar, de las consideraciones que he ido ofreciendo, podrá sacar su «propia conclusión», quizás en alguna de las tres acepciones que he citado del Diccionario de la Lengua Española. De momento no me atrevo a ir más al fondo. 

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