lunes, 26 de enero de 2015

CON LOS CINCO SENTIDOS; POR JUAN J. LÓPEZ CARTÓN.





Hay semanas que cuesta ponerse delante del papel para escribir. Las ideas parece que se evaporan y no fluyen, y en esas ocasiones lo mejor es hacer que sea el propio papel el que hable por ti.

Así escrito parece una tontería, pero a veces nos pasa que nos han pedido una idea para un trabajo o para cualquier cosa y por más vueltas que le damos a la cabeza no se nos enciende la “bombillita” y sin saber por qué, mirando simplemente al cielo o al infinito… ¡¡¡EUREKA!!! Ahí lo tenemos. ¿Cómo éramos tan tontos o en qué estaríamos pensando para que no nos diésemos cuenta?: La solución está en las estrellas.

Y aquí me encuentro, en mi rincón preferido de mi retiro semanal en Villaluenga, al pie de la chimenea con el cielo repleto de estrellas en una noche que promete hacer que la leña sea imprescindible para mantener el cuerpo caliente pidiendo a mis dedos que recorran el teclado del portátil escribiendo lo que el corazón les dicte.

Y lo que me dicta el corazón hoy es abrir mi mente y sobre todo mis sentidos. Sentir en cada poro de mi piel lo que tengo el privilegio de ver, tocar, escuchar, saborear y oler.

VER: Sentir cómo las pupilas absorben todo lo que nos regala cada rayo de sol o de la luna. Cómo se contraen en la misma proporción en que la maravillosa luz nos hace ver lo que nos rodea. La inmensidad de un mundo que Él nos entregó gratuitamente y nosotros no estamos siendo capaces de conservar. Ver el mundo como un arco iris en el la única disputa es la de regalarnos una explosión de vida en todo lo que nos rodea: el monte, el mar, las montañas, los lagos, el horizonte… toda la inmensidad de la naturaleza. Ver al niño que juega con sus manos o con una pelota, ver al adulto cómo se ama o como se mata. Ver y contraer nuestras tripas cuando alguien, por el egoísmo y la avaricia de otros, tiene que abandonar su casa porque no pudo seguir pagándola.

Os pido un ejercicio muy sencillo: un día encended la televisión y quitad el volumen. Solo mirando lo que de ella nos llega, con el silencio como telón de fondo, os daréis cuenta de la cantidad de sensaciones que llegan a nuestro cerebro nada más que haciendo algo tan sencillo y cotidiano como mirar.

TOCAR: Descubrir la sensibilidad que atesoran nuestras manos; nuestra piel. La cantidad de texturas que cualquier cosa que toquemos o nos toque es capaz de transmitirnos: las caricias amorosas de una madre y de un padre, de un amante, de un hijo. El dolor de un ataque enemigo cuando su piel golpea la nuestra de forma brusca e inesperada. El arañazo o la cosquilla hecha por una rama, porque descubrimos a veces que quien nos estimula favorablemente también es capaz de hacernos sentir el dolor, en muchas ocasiones porque nosotros provocamos ese cambio: el pasar calmadamente al lado de un arbusto hace que sus hojas y sus ramas “cosquilléen” nuestra piel, pero la misma rama, si pasamos bruscamente a su lado, nos transforma su cariño en forma de quebranto y de herida, y es que no nos damos cuenta que a veces nosotros mismos consciente o inconscientemente causamos las reacciones ajenas por las que tanto nos quejamos. 

La necesidad del alfarero de sentir las formas que nacen cuando mima la arcilla; cuando con cada vuelta del torno ese barro va hablando con su creador y susurrándole qué es lo que lleva dentro de si para que en una muestra inequívoca de amor su creador, su amante, sea capaz de hacer real lo que nadie pensaba que estaba escondido en el mazo de materia limosa. La magia del guarnicionero o del marroquinero, que del paño de recia y basta piel curtida, sus manos sean capaces de crear arreos para dominar a las bestias o para rozar nuestra piel en cualquier prenda que nos cubra.

ESCUCHAR: ser capaz de no violar el silencio con nuestra voz. Ser capaces de lo más maravilloso que nadie puede imaginar: escuchar el silencio; envolverse en él, dejar que nos traspase como si de un rayo se tratase para que en la pureza de nuestra escucha solo sentir lo que no se siente. 

Ser trovadores de lo que el viento nos regala en forma de melodía, el viento que nos canta y nos habla moviendo las ramas, crepitando en la llama de la hoguera que nos da calor en la noche, el canto que nos llega de allende los cerros. Cerrar los ojos y escuchar. Descubrir todo lo que nuestra voz es capaz de esconder por pura envidia de no ser capaz de reproducir. Aprender que escuchando las cosas nos llegan al corazón y somos capaces después de transmitirlas con el mismo amor con que nos llegaron, con la misma sensibilidad con que nos fueron transmitidas. No ser voceros que se venden para decir lo que otros no se atreven, ser escucha y paciencia para llenarnos de los que nos quieren contar algo.

SABOREAR: Descubrir los mundos que nos transmiten las cosas que probamos. Volar en nuestra imaginación hasta rincones que jamás pisamos y que sin embargo parece que jamás abandonamos. 

Dejarnos contar con lo que nuestra boca percibe la historia de la persona que estuvo detrás de aquella especia mientras se molía en la piedra. El calor que soportó recolectando cada grano, cada pétalo de aquella flor que se fundió con nuestra saliva para hablarnos de gente que no conocemos y sin embargo amamos. El sabor del néctar que cambió, como si de una varita mágica se tratase, todo lo que creíamos que no seríamos capaces de paladear. 

Sentir la explosión de todos nuestros sentidos por el simple hecho de catar lo que nunca habíamos probado, sonreír por lo que nos hace sentir, llorar por lo que nos hace recordar. Porque los sabores no son el salado, el dulce, el agrio… los sabores son de sudor, de amor, de la madre, de la abuela…

OLER: Hermano inseparable del sabor. “Si huele bien, mejor sabrá” decían quien nos enseñaron de la vida. Siamesa la nariz de la lengua, porque no se entiende una sin la otra. Una invita a actuar a la otra como si de Eva y Adán se tratase con la manzana del pecado; también para pecar, pero de un pecado de placer y sensibilidad.

MEMORIA, RECUERDO Y AMOR: Jamás nos los enseñaron como tal, en ningún libro salían como forma en que nos llegan los estímulos exteriores, sin embargo para mí serían el sexto, séptimo y octavo sentidos, porque ninguno de los cinco que desde pequeños aprendemos tiene sentido sin estos nuevos.

Porque qué serían los cinco sentidos sin que nos recordase, sin que nos refrescase la memoria de sensibilidades que antes no habíamos probado. Porque cuando por primera vez vemos, escuchamos, saboreamos, olemos, tocamos algo, instantáneamente creamos un registro en nuestra mente para repetir o huir de eso que nos ha estimulado. Es más, cuando añoramos algo y por sorpresa utilizando cualquiera de los cinco sentidos de nuestra vida, nos retrae a esa persona, a ese lugar, a ese momento es gracias a los “sentidos” de la memoria y del recuerdo.

Y del amor… cómo no vamos a reconocer que al igual que recibimos aromas, sonidos, imágenes, texturas, sabores, somos capaces de sentir un pellizco en el corazón por el amor que inspiró todo eso. Cómo quien hizo todo lo que nos entra por los cinco sentidos llenó de sensibilidad y cariño aquello que después nos llegó a nosotros.

Porque la vida es sentido y sensibilidad para estar abiertos a recibir todo lo que nos regala la vida.

Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

Juan J. López Cartón

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