Hace unos meses, en esta misma columna, escribí acerca de las academias como verdadero refugio y respuesta a la contracultura, entendida esta no ya como propuesta alternativa a la tradición, sino más bien como expresión hegemónica, degradada y mercantilizada de los contravalores de nuestra civilización. El pasado domingo, la Real Academia Sevillana de Buenas Letras ofreció un ejemplo pleno de esa misión.
El discurso de ingreso del profesor Alfonso Lazo, historiador, intelectual y columnista destacado, pero también diputado socialista durante casi veinte años y hasta 1996, resultó de una hondura y brillantez inusitadas incluso en ese ambiente privilegiado. Una reflexión de largo alcance sobre la evolución de Europa y su presente en la que comenzó señalando cómo entre 1789 y 1945 se produjo la máxima influencia sobre la marcha de la cultura de los lectores de libros, herederos de una tradición remontable a los epistolarios del Humanismo, hasta poder hablarse de ellos como verdaderos "núcleos civilizatorios". Ese mundo, convulsionado por guerras y revoluciones en su etapa final, ha sido sustituido progresivamente desde 1918 por una mezcla de cultura de masas -lo que Hermann Hesse llamó "la era folletinesca"- y de creciente barbarie. El 68, el mitificado mayo parisino, representó la puesta de largo de un nuevo paradigma dominado por esos ingredientes. Incubado desde tiempo antes, eclosionó gracias al desplome de los dos grandes soportes morales e ideológicos, aunque contrapuestos, de la Europa de la postguerra: los partidos comunistas -sin credibilidad desde la revelación de la naturaleza del régimen soviético tras la muerte de Stalin- y la Iglesia católica, incapaz de encauzar las torrenteras abiertas por el Vaticano II.
El ciertamente pesimista análisis del profesor Lazo tiene, sin embargo, una apertura hacia la esperanza: los nuevos monasterios, es decir, los núcleos civilizatorios de hoy, que sin duda existen, capaces de asumir y salvar el legado de nuestra gran cultura como en su momento hicieron los monjes con la herencia del mundo clásico, y una religiosidad sustentada por una Iglesia a la altura de esos desafíos, capaz de amparar esa misión y de dialogar con esos núcleos. Eso oía y no podía yo dejar de pensar en la gran oportunidad aparentemente perdida que ha representado el pontificado y el ejemplo de Benedicto XVI. Nos esperan, sin duda, tiempos tan recios como apasionantes.
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