Las Fuerzas Armadas acuden a todos los fuegos, ya sea literalmente, como en los de las Islas Canarias; ya sean metafóricos, como en el candente asunto del Open Arms y, en general, en la inmigración ilegal. El epítome de esta multiplicación de funciones para casos desesperados es la UME (Unidad Militar de Emergencias), creación de Zapatero que, aunque incurra en la confusión teórica de la razón de ser o no del Ejército, ha sido una medida feliz en la práctica. Hay que reconocérselo.
Además de la capacitación técnica y de los medios, que podrían tener otros servicios públicos, lo que hace tan eficaz a las unidades militares es su espíritu de obediencia, sacrificio y disponibilidad. En suma, sus virtudes militares. Como es lógico en temas tan controvertidos como la emigración ilegal, seguro que hay marinos de guerra que no están de acuerdo con la política gubernamental ni con la política no gubernamental de las organizaciones que le marcan la agenda y el paso (a menudo cambiado) al Gobierno. Eso les da igual. Como no importa si el presidente Sánchez hace el ridículo o no. Acuden a cumplir la misión encomendada con la misma diligencia y pulcritud. También tendrán sus críticas personales a cómo se gestiona la crisis de un incendio, a cómo se previene o tal vez a las trabas que implica la organización autonómica. Tampoco dicen ni mu y allá van.
Hay, por tanto, otra emergencia callada, subterránea, pero igualmente grave y perentoria. Habría que analizar por qué la sociedad civil tiene que recurrir más y más a las Fuerzas Armadas para resolver problemas que no son militares. Si es una cuestión de medios y de formación, ya es bastante serio. Si es una cuestión de trabas burocráticas e inoperancias autonómicas, preocupa. Pero si, encima, es un problema de entrega, de predisposición y de capacidad de sacrificio, muchísimo cuidado. Porque la sociedad civil también necesita el honor y el heroísmo, como demuestran estas cada vez más frecuentes llamadas de auxilio a quienes han hecho de ellos su divisa.
Entre aplauso y admiración, hemos de darnos cuenta de que si dejamos que una serie de virtudes apenas sobrevivan en las Fuerzas Armadas (con la excepción de la policía, los funcionarios de prisiones y los bomberos, entre otros), y el Estado necesita recurrir cada vez más a ellas en cada vez más supuestos, algo ocurre. Quizá sea el momento de recuperarlas como virtudes cívicas.
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