Por poco no hablo otra vez de Pablo Iglesias a cuenta de su órdago a lo grande de o el chalé o Irene y yo nos vamos. Pero se me ha cruzado, por suerte, un artículo de James Rhodes sobre España, publicado en El País, que, por lo pronto, nos ha salvado de reincidir en Galapagar, que no es poco. El artículo se titula: "A lo mejor no me creéis, pero no os miento si os digo que en España todo es mejor". Ha desatado la furia de los nacionalistas y afines, que no es poco. Y el entusiasmo de los que necesitan que un moderno y extranjero nos elogie España cada poco.
En realidad, el artículo es bonito, a veces emocionante, a ratos naif, algo deshilachado, siempre escrito con el corazón en la mano. James Rhodes es un experto en salvaciones. Su libro Intrumental: memorias de música, medicina y locura va de una redención, la suya, por la música clásica, maravillosamente. España se ha sumado a las espléndidas tablas de salvación de Rhodes.
Quizá los que critican el artículo y los que lo ensalzan no caen en la cuenta del ángulo desde el que hay que leerlo. Rhodes no pretende (o, si lo pretende, no lo consigue, y no importa) decir nada nuevo sobre España: el sol, la siesta, la simpatía, la tolerancia, los servicios médicos, etc. Sobre España ya han hablado con fuerza y originalidad grandísimos escritores y pensadores. En los últimos tiempos, en poemas, Miguel d'Ors o Luis Alberto de Cuenca; en artículos, Juan R. Calaza o Gustavo Bueno. Las palabras de Rhodes no le hacían falta a España, sino España a Rhodes, y eso sí es motivo de alegría, de orgullo, de celebración. No se hicieron los hombres para las naciones, sino las naciones para los hombres.
Si luego va y dice que Manuela Carmena es la súper abuela que España necesita de presidenta o que aquí hay muchos locos o que el nombre "Javier" predispone a la genialidad, bueno, vale, bien, y nos encanta que a su hijo vaya a ponerle "Javier", que es un nombre precioso.
Leyendo las críticas, he recordado a cuando alguien me para por la calle para recordar a mi madre y glosa las virtudes que él o ella le veían, y que a mí me pueden sorprender a veces o pienso que se quedan cortos o que mi madre ésas no las tenía, pero me emocionan profundamente. Lo clavó Léon Bloy cuando dijo que "un acto de amor nunca es ridículo", ni tampoco uno de agradecimiento, ni uno valiente, ni un homenaje, ni una reverencia. Vengo a darle las gracias a Rhodes.
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