Tras catorce años escribiendo en el Diario no he dejado, qué remedio (y qué paciencia la de usted), casi ningún tema sin tocar y menos los que más importan, menos uno de los más importantes y que más me perturba. El sufrimiento de los niños enfermos, la inocencia golpeada. Me deja, literalmente, sin palabras.
Hoy, sin embargo, estoy cercado. Por un lado, las propuestas de ley de eutanasia amenazan con especial crudeza -ay, Alfie Evans- a los niños, porque su sufrimiento nos resulta más lacerante y porque ellos no pueden decidir. Por otro lado, mis lecturas se han conjurado para que no pueda mirar hacia otro lado. A la vez, por puro azar, estoy leyendo Sucederá la flor, de Jesús Montiel, donde narra la experiencia del cáncer de su hijo y he ido a ver al teatro Óscar o la felicidad de existir de Éric-Emmanuel Schmitt, donde un niño enfermo terminal te arrasa los ojos de lágrimas y el corazón de esperanza. Además, Jordan B. Peterson, en su vigorizante 12 reglas para la vida, recurrentemente pone la enfermedad de los niños como el mayor test para el optimismo recalcitrante. Y todavía más, en su Ensayos sobre el progreso, Manuel García Morente explica que el gran problema del progreso es que, al volcarnos sobre el futuro, vacía de sentido el presente. Los niños muy enfermos, que ponen, como dice Montiel, el tiempo patas arriba y que sólo pueden vivir en el presente, quedan, frente al progresismo, más desvalidos aún. Por supuesto, la primera esperanza la da otro progreso, para el que todo son agradecimientos: el de la medicina. El problema viene si éste falla. Cuando aplaudíamos entusiasmados a la sonriente Yolanda Ulloa, magistral intérprete de Óscar o la felicidad de existir, recordé lo que cuenta Hadjadj de L'Illusion comique de Corneille: "La tragedia más desesperante se transforma, después del final, en un gozoso saludo de los actores". La última esperanza, que no anula las anteriores, sino que las deja pasar humildemente por delante, está más allá. Entonces entendí la maravillosa nota que deja junto a su cabecera el niño Óscar cuando ya está muy enfermo y cansado: "Sólo Dios tiene derecho a despertarme". La eutanasia, con humanitarias razones, acorta el tiempo de las esperanzas médicas o o lo niega, como le pasó a Alfie Evans, y, en todo caso, supone salirse de la obra antes del sexto acto, de los aplausos finales y del derecho de Dios, de la esperanza última.
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