El ISIS ha declarado que su objetivo es expulsar a los cristianos de Egipto como ya ha hecho en Irak y Siria. Se me ha helado la sangre por varios motivos. Primero, por la frialdad con la que el grupo terrorista declara su plan de expulsión total. Segundo, porque, por más que aquí vendamos algunas victorias, su solución final está siendo un éxito en dos terceras partes de sus objetivos, y van a por el tercio que les falta. Tercero, porque me recuerdan sus métodos sanguinarios y sádicos, su terror sistemático, el macabro martirio de los mártires. Cuarto, porque estamos viendo que, en efecto, en Egipto ha empezado el asesinato selectivo de cristianos con detalles espeluznantes, como en el último atentado, donde 29 los cristianos coptos fueron asesinados uno a uno, niños incluidos, tras negarse a renegar de su fe. Y quinto, porque nos pone delante nuestra ceguera, nuestra inacción y nuestra falta de inteligencia.
Si estamos ante un objetivo prioritario del ISIS, habría que enfrentarlo. En la política internacional, sin embargo, la protección de esas comunidades de cristianos discriminadas por todos y perseguidas por muchos apenas tiene peso. A los cristianos orientales no se les ha oído jamás en los despachos políticos de occidente. Se les da por amortizados en una fría y tácita aplicación del viejo principio Cuius regio, eius religio (todos habrán de tener la religión de quien rija en la región), tan irrespetuoso con la libertad de conciencia y con los derechos humanos.
Igual que tendría que cambiar la estrategia diplomática y militar, una persecución tan evidente y declarada debería voltear nuestra política de refugiados. Resulta una tragedia humana, cultural, histórica y religiosa que las comunidades cristianas más antiguas del mundo acaben abandonando sus países, y habría que defenderlos allí con uñas y dientes, pero no se puede obligar a nadie a encarar diariamente el martirio. A los que quisieran refugiarse aquí habría que darles entrada prioritaria. Porque nadie más perseguido que ellos ni con peor intención ni más saña. Porque, además, se integrarían -seamos sinceros- con facilidad en nuestra sociedad, incluso en la más extremadamente laicista. Y, sobre todo, porque nos enriquecerían a los cristianos con su ejemplo de fe auténtica y a todos los europeos con su experiencia directa de lo que se nos viene encima, que es lo que es, aunque no nos guste nada.
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