Lugares por los que no pasan las hermandades se convierten en atajos para evitar las bullas y en improvisados urinarios.
CARLOS NAVARRO ANTOLÍN | ACTUALIZADO 24.03.2016 - 07:08
HAY calles por las que no pasan cofradías, pero por las que sí pasa el ser humano con sus encantos y miserias. Calles que nunca verán un paso, tal vez nazarenos descarriados del rebaño, pero donde el hombre deja huella. Estas calles tienen la cualidad de ser atajos y… Atajos. Sirven para zafarse de las bullas y para evacuar aguas menores. La calle Compañía. Las Siete Revueltas. La calle Cristo del Buen Viaje, Imperial, Lanza, Cristóbal Ramos, Acetres… Rincones sin encanto donde el ser humano micciona. Los pipises de la Semana Santa van a morir a calles que no conocen el incienso. El Señor de la Paz avanza por la estrechez de muros blancos de San Leandro.
El público, no mucho público, espera el paso de misterio en torno a la Pila del Pato. Y en la calle Imperial están los meones de carne y hueso, pero no los de la fuente de la Puerta Jerez, precisamente. La Sed busca la calle Águilas. Y en la calle Siete Revueltas se forma la cofradía de los meones. El Cristo de Burgos cruza la Encarnación. Y en la calle Compañía están los meones. San Bernardo vuelve por Madre de Dios, esquina con Levíes. Y en Cristo del Buen Viaje están los meones. Son fenómenos simultáneos. Causa y efecto. Los meones son al final -o inicio- de las cofradías lo que el camión de Lipasam. Nunca fallan. Ni el bajonazo de público (evidente) de las primeras horas de la tarde redujo la peste de tantas y tantas calles del centro, directamente proporcional a la avería (oh, casualidad) de los servicios de señoras. Otro curioso fenómeno el de los servicios de señoras estropeados en Semana Santa, digno de ser estudiado por expertos en fenómenos ocultos o por la Asociación Nacional de Fontaneros Españoles. Como el tío de Facua se ponga a denunciar el número de bares con el servicio de señoras clausurado a estas alturas de la Semana Santa, hace su agosto, que ya de por sí lo hace todo el año.
Los bares quitan los veladores al paso de los cortejos, como manda Antonio Muñoz, delegado de Hábitat Urbano (lo del Hábitat Urbano debe incluir también las calles donde mea la gente, ¡menudo hábitat!). Ocurre que hay bares que dejan las mesas en la vía pública, montadas unas encima de otras, con las sillas apiladas, y entonces el espacio sigue ocupado, como ocurrió al paso de la Piedad (sin lirios y con claveles rojos) por Almansa y Reyes Católicos. Y se nota.
San Bernardo no tiene cortejo. Tiene más bien una población. Un auténtico valor añadido. Si en la Borriquita proliferan los papás con bolsas de Neck&Neck para portar el agua mineral y otros utensilios, los acompañantes de San Bernardo son de mochila y toda clase de avíos, que por algo el camino es bastante más largo. Los nazarenos morados y negros forman a la perfección entre acompañantes y carritos. Todos se integran en un cuadro costumbrista al que no falta detalle. El monaguillo que abre el cortejo con toda la gracia, el padre veterano ("Virgen 2016", reza en la solapa), el nazareno descalzo, la madre minifaldera con tacones como juncos cincelados, la novia callada, la acompañante parlanchina, los amigos con el peinado a lo Justin Bieber, los militares del Ejército de Tierra, los escoltas de Artillería, la madre con capazo, el devoto en silla de ruedas tras la Virgen, los nazarenos de guantes negros y los nazarenos de manos desnudas… ¿Hay algún nazareno de San Bernardo que no lleve acompañante en algún momento del recorrido? Son dos cofradías: la de los nazarenos y la de los cirineos de paisano. Dos cofradías en una. Quien no entienda esta conjunción, no entiende la Semana Santa, Y probablemente se pierda lo mejor del Miércoles Santo: San Bernardo y su gente. La Virgen del Refugio se recreó a los sones de Pasan los Campanilleros y Candelaria en el saludo a la hermandad de San Nicolás. San Bernardo se fue. Y con ella sus cirineos de mochila y pegatina. Tras el último músico, un ambulante pregonando cervecita y agua. Pero ayer no hizo el calor de 2015, cuando los cirios se arqueaban. Ayer hizo frío por momentos, un aire desapacible que invitaba a coger la bufanda cuando la cofradía del arrabal buscara las estrecheces del retorno por el centro antes de entrar en su barrio.
De la Alfalfa al Arenal sin bullas a media tarde, con rápidos desplazamientos por los cruces de la carrera oficial. Dos cantaores gitanos pretenden recaudar en unos veladores al son de "quién te va a querer como yo, quién te va a querer". Por momentos pareció un día sólo para abonados. La carrera oficial estaba hasta las trancas al paso del Buen Fin. Cosas del primer día con pleno de cofradías. Y que era víspera de festivo. Pero las calles tardaron en llenarse. El público que no paga por ver cofradías (que no tributa, al menos, ante el Consejo) tardó en dejarse ver. Se vieron menos sillas plegables en la vuelta del Baratillo en la esquina de Rioja con Velázquez, antaño uno de los puntos más negros. Morante de la Puebla fue de nazareno en la antepresidencia de la Piedad. San Bernardo es la cofradía de los toreros. Y el Baratillo la de la plaza de toros.
La noche cae. Dos tíos venden bocadillos de mortadela en carritos por la calle Córdoba. Tres nazarenos de los Panaderos corren hacia la recoleta capillita de San Andrés. "Compare, vámonos que aquí no vendemos ná". Y alguien piensa en su fuero interno que la mortadela lleve tal vez desde el Viernes de Dolores entre los panes. "Mamá, huele a pies", dice el niño por la calle Cristo del Buen Viaje. "No hijo, no son pies, es pipí". Existe una Semana Santa de sentimiento, memoria y fe, como existe una de mortadela itinerante y calles traseras donde los meones campan a sus anchas. Para contemplar una Semana Santa hay que soportar la otra en algún momento. Es tan inevitable como el tío de los globos tras los pasos de palio de cofradías de barrio. Dora la Exploradora y la Patrulla Canina se fusionan con los bordados de las últimas bambalinas y el sonido de los escobones y los cepillos mecánicos de Lipasam. El olor a pipí es tan frecuente en Semana Santa como los chasquidos de pipas, el "por aquí no se puede pasar" o el cabreo del tío del carro de los cirios de repuesto cuando le dicen que no puede pasar por la Campana y tiene que dar un rodeo por Méndez Núñez y la Plaza Nueva.
El Miércoles es la transición, la belleza de la Piedad, la soledad del Cristo del Buen Fin (seguimos echando de menos las figuras del antiguo misterio) con los preciosos y ya tradicionales mazos de claveles rojos, y el ruán solitario y de minorías del Cristo de Burgos. La noche del Miércoles Santo llevamos ya cuatro días de cansancio en el cuerpo por mucho que se hayan quedado sin salir varias cofradías. Y no hay tanto zotal para tanto meón. Ni tanto incienso. Esta Semana Santa urbana necesitaría un cuerpo de tiraboleiros. Pero eso son ya otros lares. Y en el mundo hay problemas bastantes más graves como para marearse con cuestiones del incienso.
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