Significado y consecuencias de la encíclica Humanae Vitae en su 40 aniversario
Por: Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. | Fuente: www.yoinfluyo.com
Por: Miguel Ángel Fuentes, I.V.E. | Fuente: www.yoinfluyo.com
“La mañana del 25 de julio de 1968–recordaría años más tarde el Cardenal Casaroli, entonces Secretario de Estado–, Pablo VI celebró la Misa del Espíritu Santo, pidió luz de lo Alto... y firmó: firmó su firma más difícil, una de sus firmas más gloriosas. Firmó su propia pasión”.(1)
Se trataba de la Carta Encíclica Humanae Vitae, sobre la regulación de la natalidad; terminaba de esa manera un largo trabajo comenzado en 1963 por Juan XXIII, al constituir una “Comisión para el estudio de problemas de población, familia y natalidad”.
Pablo VI, al sucederle en el Pontificado, asumió el reto lanzado por su predecesor, sabiendo desde el principio que ésta sería una de las cruces más pesadas que le tocaría llevar. En efecto, ya en tiempos de Juan XXIII, al tiempo de constituir la comisión de estudio, un grupo de moralistas había comenzado una intensa campaña a favor de la contracepción (2), que se agudizó con la indiscreta publicación del informe “secreto” escrito para uso del Papa por la referida comisión.
Este informe recogía la posición de los diversos especialistas sobre el tema y se dividía en tres elocuentes partes: el informe de la “mayoría” que se inclinaba notoriamente por una mitigación de la doctrina de la anticoncepción, el de la “minoría” que sostenía la doctrina tradicional, y finalmente la “respuesta” de la mayoría a la minoría.
El mismo esquema revelaba la tendenciosa influencia que se intentaba ejercer sobre el Papa en orden a la permisión moral de los anticonceptivos; su publicación intentó –probablemente– aumentar la presión (3).
Con la publicación de la encíclica llegó la parte más dura para Pablo VI: no sólo la incomprensión de muchos laicos católicos, sino la violenta oposición de influyentes grupos de teólogos y la ambigua posición de algunas Conferencias Episcopales (como los episcopados austriaco, belga, canadiense, francés, etcétera) que, por una parte, daban la razón al Pontífice y, por otra, intentaban mitigar su enseñanza (4).
Entre las reacciones de los teólogos (5), la primera fue la Declaración firmada por 87 de ellos de la zona de Washington, sólo dos días más tarde de la publicación de la encíclica. En ella se dirige al Papa la gravísima acusación de haberse opuesto al Concilio Vaticano II, identificando a la Iglesia con la Jerarquía, contra el ecumenismo, ignorando el testimonio de los hermanos separados, contra la actitud de apertura al mundo contemporáneo, y llega así a afirmar que los católicos pueden tranquilamente ignorar la encíclica.
Más grave todavía, por la autoridad de sus firmantes, por el contenido y por el posterior desarrollo, fue la Declaración de 20 teólogos europeos al término de dos días de estudio y discusión en Amsterdam del 18 al 19 de septiembre de 1968.
Sus firmantes fueron J.M. Aubert, A. Auer, T. Beemer, F. Böckle, W. Bulst, R. Callewaert, M. De Wachter, S.J., E. Mc Donagh, O. Franssen, S.J., J. Groot, L. Janssens, W. Klijn, S.J., F. Klosternann, O. Madr, F. Malmberg, S.J., S. Pfürtner, O.P., C. Robert, P. Schoonenberg, S.J., C. Sporken, R. Van Kessel.
También tuvo particular repercusión e influencia el artículo de K. Rahner, S.J., publicado en Die Welt el 26 de agosto de 1968 y traducido en Il Regno (6) , que comienza con algunas profecías sobre la eficacia y la suerte de la encíclica que, como todas las profecías del progresismo, se cumplieron exactamente al revés.
Afirma, por ejemplo, que “la mayoría de los católicos considerará la norma de la encíclica no sólo como doctrina reformabilis (doctrina reformable), sino incluso como doctrina reformanda (doctrina que debe ser reformada)”, es decir, como doctrina errónea.
A los cónyuges católicos, Rahner no sólo reconoce la amplia posibilidad de seguir en buena fe una norma que el Magisterio condena (lo cual nadie discute cuando se trata de conciencia invenciblemente errónea), sino que establece para cada persona el derecho-deber de seguir los dictámenes de la propia conciencia en oposición a las enseñanzas del Papa. Esto cuando “después de un maduro examen de conciencia, cree llegar, con toda cautela y espíritu autocrítico, a una opinión que derogue la norma establecida por el Papa”.
Rahner –por su prestigio e influencia en aquel momento– abrió las puertas a un craso subjetivismo moral de gravísimas consecuencias para la vida de los fieles.
Se trataba de la Carta Encíclica Humanae Vitae, sobre la regulación de la natalidad; terminaba de esa manera un largo trabajo comenzado en 1963 por Juan XXIII, al constituir una “Comisión para el estudio de problemas de población, familia y natalidad”.
Pablo VI, al sucederle en el Pontificado, asumió el reto lanzado por su predecesor, sabiendo desde el principio que ésta sería una de las cruces más pesadas que le tocaría llevar. En efecto, ya en tiempos de Juan XXIII, al tiempo de constituir la comisión de estudio, un grupo de moralistas había comenzado una intensa campaña a favor de la contracepción (2), que se agudizó con la indiscreta publicación del informe “secreto” escrito para uso del Papa por la referida comisión.
Este informe recogía la posición de los diversos especialistas sobre el tema y se dividía en tres elocuentes partes: el informe de la “mayoría” que se inclinaba notoriamente por una mitigación de la doctrina de la anticoncepción, el de la “minoría” que sostenía la doctrina tradicional, y finalmente la “respuesta” de la mayoría a la minoría.
El mismo esquema revelaba la tendenciosa influencia que se intentaba ejercer sobre el Papa en orden a la permisión moral de los anticonceptivos; su publicación intentó –probablemente– aumentar la presión (3).
Con la publicación de la encíclica llegó la parte más dura para Pablo VI: no sólo la incomprensión de muchos laicos católicos, sino la violenta oposición de influyentes grupos de teólogos y la ambigua posición de algunas Conferencias Episcopales (como los episcopados austriaco, belga, canadiense, francés, etcétera) que, por una parte, daban la razón al Pontífice y, por otra, intentaban mitigar su enseñanza (4).
Entre las reacciones de los teólogos (5), la primera fue la Declaración firmada por 87 de ellos de la zona de Washington, sólo dos días más tarde de la publicación de la encíclica. En ella se dirige al Papa la gravísima acusación de haberse opuesto al Concilio Vaticano II, identificando a la Iglesia con la Jerarquía, contra el ecumenismo, ignorando el testimonio de los hermanos separados, contra la actitud de apertura al mundo contemporáneo, y llega así a afirmar que los católicos pueden tranquilamente ignorar la encíclica.
Más grave todavía, por la autoridad de sus firmantes, por el contenido y por el posterior desarrollo, fue la Declaración de 20 teólogos europeos al término de dos días de estudio y discusión en Amsterdam del 18 al 19 de septiembre de 1968.
Sus firmantes fueron J.M. Aubert, A. Auer, T. Beemer, F. Böckle, W. Bulst, R. Callewaert, M. De Wachter, S.J., E. Mc Donagh, O. Franssen, S.J., J. Groot, L. Janssens, W. Klijn, S.J., F. Klosternann, O. Madr, F. Malmberg, S.J., S. Pfürtner, O.P., C. Robert, P. Schoonenberg, S.J., C. Sporken, R. Van Kessel.
También tuvo particular repercusión e influencia el artículo de K. Rahner, S.J., publicado en Die Welt el 26 de agosto de 1968 y traducido en Il Regno (6) , que comienza con algunas profecías sobre la eficacia y la suerte de la encíclica que, como todas las profecías del progresismo, se cumplieron exactamente al revés.
Afirma, por ejemplo, que “la mayoría de los católicos considerará la norma de la encíclica no sólo como doctrina reformabilis (doctrina reformable), sino incluso como doctrina reformanda (doctrina que debe ser reformada)”, es decir, como doctrina errónea.
A los cónyuges católicos, Rahner no sólo reconoce la amplia posibilidad de seguir en buena fe una norma que el Magisterio condena (lo cual nadie discute cuando se trata de conciencia invenciblemente errónea), sino que establece para cada persona el derecho-deber de seguir los dictámenes de la propia conciencia en oposición a las enseñanzas del Papa. Esto cuando “después de un maduro examen de conciencia, cree llegar, con toda cautela y espíritu autocrítico, a una opinión que derogue la norma establecida por el Papa”.
Rahner –por su prestigio e influencia en aquel momento– abrió las puertas a un craso subjetivismo moral de gravísimas consecuencias para la vida de los fieles.
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