La Navidad está en el centro de la historia. Dos historias de Navidad. Nada hay más universitario que la narración y la memoria.
Nochebuena de 1940. Campo de prisioneros Stalag 12 D. Una Navidad robada a los nazis gracias a la representación del Misterio de la Navidad, pieza teatral escrita y dirigida por Jean Paul Sartre. Sí, Sartre, el padre del existencialismo ateo, el iluminador de las conciencias autónomas, de la libertad enfrentada a la Historia en ser para sí, el hombre del mito de Orestes, en Las moscas, y del infierno en los otros.
En su Navidad de prisionero de guerra, después de haber leído durante meses el “Diario de un cura rural” de Bernanos y “El zapato de raso” de Paul Claudel, se ofreció al grupo de capellanes del campo –algunos de ellos esporádicos alumnos suyos de filosofía- a escribir una obra de teatro que, antes de la celebración de la misa, sirviera de espacio y horizonte de libertad.
Teníamos noticias de lo que allí ocurrió por el relato que hizo el jesuita Marius Perrin en su libro “Avec sartre au Stalag”. Fueron pocas, y esporádicas, las ediciones que Sartre permitió de ésta, su primera obra teatral. Recientemente podemos gustar y degustar la traducción española de esta perla preciosa de la literatura contemporánea, que hizo escribir al teólogo francés René Laurentin: “Sartre, ateo deliberado, me ha hecho ver mejor que nadie, si exceptúo los Evangelios, el misterio de la Navidad. Por esa razón le guardo un inmenso reconocimiento”.
No es difícil establecer un paralelismo entre el Sartre de “Barioná, el hijo del trueno”, como así se llama la pieza teatral, y el Sartre de Las Moscas. Sí, Barioná, la obra de teatro que se anuncia en los carteles y que muy oportunamente han programado para estos días culturales. Orestes desafía a Júpiter como Barioná desafía a Dios. Orestes le recuerda al dios del Olimpo que él es su libertad; mientras que Barioná, convertido tras escuchar a Baltasar, entrega su corazón a la Gracia de Dios, la forma plena de la esperanza. Si algo no parece haber resuelto el hombre autónomo con su razón, en un mundo en el que el mal acecha en cada hora, es la pregunta por esa forma de libertad que se llama esperanza y que se manifiesta como Gracia de Dios en la Historia. Una manifestación que adquirió la carta de ciudadanía plena en la cueva de Belén.
Ahítos de novedades editoriales que proclaman los códigos y secretos del cristianismo en fantasías combinatorias de elementos esotéricos barnizados con el glamour del betseller, este regalo del Sartre teológico nos recuerda aquello que escribiera el ya citado Bernanos: “El paganismo no era enemigo de la naturaleza, pero sólo el cristianismo la engrandece, la exalta, la coloca a la medida del hombre, del ensueño humano. (…) La Iglesia dispone de toda la dicha y la alegría reservadas a este pobre mundo. Obrando contra ella se actúa contra la alegría. (…) Pero de qué os servirá fabricar la propia vida si habéis perdido el sentido de ella. No os quedaría más remedio que saltaros la tapa de los sesos ante vuestras visiones extravagantes”.
En la justificación que de este Misterio de Navidad escribió Sartre como pórtico de la edición de 1962 leemos: “El hecho de que adoptara el tema de la mitología del cristianismo no significa que hubiera cambiado la dirección de mi pensamiento, ni siquiera por un momento, durante mi cautiverio. Simplemente se trató de encontrar, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, un tema sobre el que conseguir, aquella noche de navidad, la unión más amplia posible entre cristianos y no creyentes”.
Cuando se habla y se escribe de Dios y del cristianismo en el pensamiento de Sartre, debemos movernos en el terreno de la incomprensión de lo sobrenatural. Una incomprensión que habita en las regiones no de la sola indiferencia, de la ausencia o de la incomprensión, sino de la pasión errada por la vida plena. Cuando vivía inmerso en “la oscura conciencia de ser hombre”, nos legó su generosidad, la memoria de la rebelión frente a toda forma de enclaustramiento del yo y un pequeño desliz estético escrito para una noche de Navidad, como si la metáfora de la libertad del redentor frente a la opresión del totalitarismo nazi fuera capaz de hacer un pequeño milagro.
El Niño ha crecido. Natalia Ginzburg, diputada italiana del Partido Comunista lo sabía bien. Sabía que el Niño había crecido, pero que hay muchos niños que están creciendo a quienes se les está robando la Navidad. Tuvo la valentía de escribir una serie de ensayos sobre los símbolos religiosos en la Escuela. En una de sus más recordadas páginas leemos. “Pero el crucifijo no enseña nada. Calla. La hora de religión genera una discriminación entre católicos y no católicos, entre los que se quedan en clase a esa hora y los que se levantan y se van. Pero el crucifijo no genera ninguna discriminación. Calla. Es la imagen de la revolución cristiana, que ha difundido por el mundo la idea de la igualdad entre los hombres, hasta entonces ausente. La revolución cristiana ha cambiado el mundo. ¿Queremos acaso negar que ha cambiado el mundo? Hace ya casi dos mil años que decimos ‘antes de Cristo’ y ‘después de Cristo’. ¿O queremos acaso ahora dejar decirlo así? El crucifijo no genera ninguna discriminación. Está allí mudo y silencioso. Lo ha estado siempre. Para los católicos es un símbolo religioso. Para otros puede no ser nada, una parte de la pared. Y finalmente para alguno, para una minoría mínima, o quizá para un solo niño, puede ser algo especial, que suscita pensamientos contrapuestos. Los derechos de las minorías deben respetarse. El crucifijo es el signo del dolor humano. La corona de espinas, los clavos, evocan sus sufrimientos. La cruz, que imaginamos alzada en la cima de un monte, es el signo de la soledad en la muerte. No conozco otros signos que expresen con tanta fuerza el sentido de nuestro destino humano. El crucifijo es parte de la historia del mundo. Para los católicos Jesucristo es el hijo de Dios. Para los no católicos puede ser simplemente la imagen de uno que fue vendido, traicionado, martirizado y muerto sobre la cruz por amor de Dios y del prójimo. Quien es ateo quita la idea de Dios pero conserva la idea del prójimo. Se dirá que muchos fueron vendidos, traicionados y martirizados por su fe, por el prójimo, por las generaciones futuras, y su imagen no está en las paredes de las escuelas. Es verdad, pero el crucifijo les representa a todos. ¿Cómo les representa a todos? Porque antes de Cristo ninguno había dicho nunca que los hombres son todos iguales y hermanos, todos, ricos y pobres, creyentes y no creyentes, hebreos y no hebreos y negros y blancos, y ninguno antes de él había dicho nunca que en el centro de nuestra existencia debemos situar la solidaridad entre los hombres. Y el ser vendidos y traicionados y martirizados y asesinados por la propia fe les puede pasar a todos. A mí me parece un bien que los muchachos, los niños, lo sepan desde los bancos de la escuela”.
El niño de Belén ha crecido. Su imagen es la del portal, pero también es la de la cruz. ¿Hemos crecido nosotros como creció Él? Feliz Navidad.
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