CIERTAMENTE, los movimientos
migratorios han sido una constante en la historia de la humanidad, como también
la superposición de unas etnias o culturas sobre otras a resultas de las
conquistas. Hoy como ayer siguen siendo temas vivos.
Toda persona de buena voluntad conviene que la emigración en condiciones
clandestinas, exenta de las mínimas medidas de seguridad, constituye un drama
humano. Acoger a quien se halla en grave situación de peligro, ofrecer
oportunidades a quienes desean mejorar sus condiciones de vida es, qué duda
cabe, deber de humanidad, obligación del cristiano.
Junto al sentimiento de piedad propio del hombre, que se conmueve ante la
desgracia del prójimo, entre nosotros se ha venido desarrollando la idea de
aceptar al diferente, basada en la universal dignidad humana y en las fuentes
cristianas de nuestra cultura. Esta convicción ha sido luego asumida por el
pensamiento secularizado contemporáneo, elevándola a categoría de ley.
Nos conmovemos, o lo aparentamos al menos, ante la emigración masiva hacia
Europa de tantas gentes que huyen de sus países, generalmente en guerra o en
situación de pobreza. O, sencillamente, que desean gozar de los beneficios del
Estado de bienestar, inexistentes en sus lugares de origen. Pero, al mismo
tiempo, no dejamos de abrigar un cierto temor ante las consecuencias del
fenómeno y la posibilidad de superación de las capacidades de control europeas.
Y, justo es decirlo, este miedo no siempre es fruto del egoísmo, de no
compartir lo que se posee (bienestar, seguridad y libertad), como a veces se
suele decir de forma simplista, sino de la razón.
Una reflexión sosegada, al margen de ese buenismo que no deja de gangrenar
nuestras sociedades, hace hincapié en el fuerte reto de esta emigración masiva
para Europa. Así, las dificultades de absorción laboral de los inmigrados, al
estar ya muy castigada por el paro. Un pequeño grupo no plantea problema, pero
sí lo hace uno numeroso. Gentes sin trabajo son personas que deben mendigar o
delinquir para subsistir. Y en el fondo no pueden integrarse adecuadamente en
la sociedad receptora, generando por ello una atmósfera de inseguridad, cuando
no de xenofobia.
La Historia muestra las dificultades para la convivencia y el riesgo de
tensiones y violencia, cuando se trata de minorías numéricamente importantes y,
por sus diferencias culturales, de difícil asimilación. El Imperio romano y el
mundo bárbaro, tantas veces recordados; la España del período musulmán o, más
cerca de nosotros, la extinta Yugoslavia, son tres buenos ejemplos de ello.
No se nos escapa tampoco que una parte considerable de los inmigrantes son
musulmanes, por supuesto de ramas diferentes, pero que llegan a Europa con una
identidad muy marcada en relación al ciudadano occidental, y en un momento de
avance del islamismo y de endurecimiento de éste. ¿Podrá la democracia europea
amortizar los impulsos desestabilizadores de los fanáticos, así como su
capacidad para sumar seguidores, sobre todo entre los inadaptados? ¿Cómo
establecer un filtro?
La acogida generosa, que muestra la cara solidaria, humana y cristiana de
nuestra cultura, es asimismo un reclamo para que nuevos emigrantes se animen a
venir, pudiendo agravar a la postre aún más la situación arriba descrita. Se
trata en el fondo de un verdadero dilema, en cuya solución deberán conjugarse
sentimiento humanitario y sentido común para no crear un horizonte todavía más
complicado o, incluso, irresoluble a través de la racionalidad.
La Unión Europea no está en su mejor momento. Los graves retos que se le presentan,
entre ellos éste de la avalancha emigratoria sobre su territorio, pueden ayudar
a reforzarla o a terminar en crisis e, incluso, en ruptura. Las muestras de
nuestra debilidad están a la vista. Cada paso de cara a una política común
eficaz, suele quedarse en muy poco, mientras el tiempo apremia. El avance de
los partidos nacionalistas y euroescépticos es una realidad, no contrarrestada
del todo por la fuerza de la cohesión. Tales formaciones desean autonomía para
llevar a cabo por su cuenta medidas que frenen el flujo migratorio. Para
aliviarlo hacen falta, entre otros, acuerdos sólidos, eficaces y duraderos en
Europa, y un fortalecimiento de nuestro propio ser. No son tiempos de utopías
ideológicas ni de buenismos, sino de coger el toro por los cuernos, si bien
sazonando todo con el bálsamo de la humanidad.
Manuel Bustos Rodríguez
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