Pasamos nuestra vida siguiendo metas y de propósitos, y lo que nos prometía la imaginación no era lo que nos dio la realidad
Por: P. Llucià Pou Sabaté | Fuente: Catholic.net
Recuerdo de pequeño la imagen del burro, al que oía con frecuencia pues era de un vecino que hacía cestos. Me gustaba subirme a él, tenía un encanto especial y oía con satisfacción sus rebuznos, que procuraba imitar. Me sorprendió ver en los tebeos la imagen del burro que va con una zanahoria "a cuestas", se la ponen delante de los ojos para que vaya adelante, siempre adelante... ahora pienso que nosotros pasamos toda nuestra vida siguiendo zanahorias de metas y de propósitos, y al rebuscar en la memoria encontramos que lo que nos prometía la imaginación no era lo que nos dio la realidad: nos planteábamos "consigue esto y serás feliz"... y a veces no conseguimos aquello, pero otras muchas sí, y a pesar de conseguir estos objetivos no tenemos aquella "felicidad" ...
Esto lleva a veces a una frustración o desengaño, sobre todo cuando se han puesto muchas ansias en alcanzar a cualquier costo aquel objetivo, sacrificando cosas que luego vemos que eran más importantes, y nos acordamos de lo de la canción: "no és això, companys, no és això..." ("no se trata de eso, compañeros, no es eso...") el ganar, el beneficio, la meta. Hay metas nobles, para el perfeccionamiento personal y el bien social, y es difícil mantener el equilibrio de ver qué es "medios" y qué es "fin". Sabemos que la frustración genera formas de marginación como drogas, homicidios, etc. El alma del hombre es infinita y los anhelos de algo grande no pueden satisfacerse con lo limitado, con lo material. Dios es infinito.
Hace unos días participé en un Congreso sobre escatología, que ha tomado últimamente un lugar importante en los estudios de la teología. Las causas han sido dos: por un lado, se ha profundizado en el fuerte carácter escatológico de la predicación de Jesús; y también se ha puesto una atención particular a la esperanza, como ancla de salvación en una sociedad inmersa dentro del torbellino de mejorar la posición de bienestar temporal. Es decir, se mira el hombre -y por él a la creación entera- desde su fin último sobrenatural, no sólo en cuanto es sino sobre todo en cuanto a lo que está llamado a ser. Ante la pregunta: ¿Por qué nada del mundo constituye para el hombre un fin que le satisfaga?, se responde que la esperanza le lleva siempre más allá de sus logros, es una sed de infinitud que no puede ser colmada dentro del horizonte de este mundo, y el corazón del hombre se acoge a la esperanza que lo dirige más allá, hacia el final de los tiempos.
La llamada a ser hijo de Dios está en la más profundo de la dignidad de la persona.
¿Podríamos hablar incluso de una cierta intuición en el hombre, en la que ve de algún modo ese deseo de filiación divina? Algunos paganos escriben en esa línea, y hablan de hombres que tienen deseo de ser dioses o hijos de dioses. Lo que está claro es que el sentimiento de "endiosarse" lleva a la osadía de las cosas grandes; se trata de un sentimiento que incluso ha tenido manifestaciones históricas equivocadas, pero que posee una fuente real, sobrenatural, que la misma naturaleza de algún modo atisba. Y la toma de conciencia de la filiación divina da coraje en la vida, y de ahí que esa conciencia de ser hijos de Dios y la habitual consideración de este misterio sublime, pueda y deba considerarse el fundamento y médula de la piedad cristiana (J. Escrivá de Balaguer). Constituye un endiosamiento: "Si hemos sido hechos hijos de Dios, hemos sido hechos dioses" (S. Agustín). Y Basilio El Grande se refiere a que, así como "los cuerpos transparentes y nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas espirituales y llevan a los demás la luz de la gracia. Del Espíritu Santo proviene la inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios".
Esto lleva a veces a una frustración o desengaño, sobre todo cuando se han puesto muchas ansias en alcanzar a cualquier costo aquel objetivo, sacrificando cosas que luego vemos que eran más importantes, y nos acordamos de lo de la canción: "no és això, companys, no és això..." ("no se trata de eso, compañeros, no es eso...") el ganar, el beneficio, la meta. Hay metas nobles, para el perfeccionamiento personal y el bien social, y es difícil mantener el equilibrio de ver qué es "medios" y qué es "fin". Sabemos que la frustración genera formas de marginación como drogas, homicidios, etc. El alma del hombre es infinita y los anhelos de algo grande no pueden satisfacerse con lo limitado, con lo material. Dios es infinito.
Hace unos días participé en un Congreso sobre escatología, que ha tomado últimamente un lugar importante en los estudios de la teología. Las causas han sido dos: por un lado, se ha profundizado en el fuerte carácter escatológico de la predicación de Jesús; y también se ha puesto una atención particular a la esperanza, como ancla de salvación en una sociedad inmersa dentro del torbellino de mejorar la posición de bienestar temporal. Es decir, se mira el hombre -y por él a la creación entera- desde su fin último sobrenatural, no sólo en cuanto es sino sobre todo en cuanto a lo que está llamado a ser. Ante la pregunta: ¿Por qué nada del mundo constituye para el hombre un fin que le satisfaga?, se responde que la esperanza le lleva siempre más allá de sus logros, es una sed de infinitud que no puede ser colmada dentro del horizonte de este mundo, y el corazón del hombre se acoge a la esperanza que lo dirige más allá, hacia el final de los tiempos.
La llamada a ser hijo de Dios está en la más profundo de la dignidad de la persona.
¿Podríamos hablar incluso de una cierta intuición en el hombre, en la que ve de algún modo ese deseo de filiación divina? Algunos paganos escriben en esa línea, y hablan de hombres que tienen deseo de ser dioses o hijos de dioses. Lo que está claro es que el sentimiento de "endiosarse" lleva a la osadía de las cosas grandes; se trata de un sentimiento que incluso ha tenido manifestaciones históricas equivocadas, pero que posee una fuente real, sobrenatural, que la misma naturaleza de algún modo atisba. Y la toma de conciencia de la filiación divina da coraje en la vida, y de ahí que esa conciencia de ser hijos de Dios y la habitual consideración de este misterio sublime, pueda y deba considerarse el fundamento y médula de la piedad cristiana (J. Escrivá de Balaguer). Constituye un endiosamiento: "Si hemos sido hechos hijos de Dios, hemos sido hechos dioses" (S. Agustín). Y Basilio El Grande se refiere a que, así como "los cuerpos transparentes y nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas espirituales y llevan a los demás la luz de la gracia. Del Espíritu Santo proviene la inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios".
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