Alegría
Es una alegría sencilla la de quienes viven en Cristo, no estimulada por placeres o prestigios, sino nacida de dentro, nacida de Dios. Es a un tiempo humana y sobre-humana.
Por: José María Iraburu | Fuente: Catholic.net
Es de experiencia, es dato indiscutible –aunque haya quien lo niegue–, que allí donde se vive más en Cristo hay más alegría. En mí propia experiencia, recuerdo tantas confirmaciones de la alegría cristiana en familias, en enfermos, en seminarios y noviciados, en ancianos, en riqueza y en pobreza, en sabios e ignorantes, en colegios y escuelas, en paz o en guerra. Es una alegría sencilla la de quienes viven en Cristo, no estimulada por placeres o prestigios, sino nacida de dentro, nacida de Dios. Es a un tiempo humana y sobre-humana.
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Y es que los motivos de la alegría cristiana son innumerables.
–Sabernos amados por Dios es la causa principal de la alegría evangélica. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito» (Jn 3,16). Dios nos lo entrega a los hombres en la Encarnación, en la Cruz, en la Eucaristía. «Él nos amó y nos envió a su Hijo, víctima expiatoria por nuestros pecados» (1Jn 4,10). «Dios probó (sinistesin, demostró, acreditó, garantizó) su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). En gloriosa consecuencia, los cristianos, en la medida en que somos cristianos, somos felices, estamos alegres, vayan las cosas como vayan a nuestro alrededor o en nosotros mismos, porque sabemos que ninguna criatura de arriba o de abajo «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (8,39).
–Dios ha querido hacerse Padre nuestro, para que vengamos a ser realmentehijos de Dios. Hemos recibido el Espíritu Santo, que nos hace hijos adoptivos de Dios, y que clama en nuestro interior «¡Abbá, Padre! El mismo Espíritu asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios, y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rm 8,15-16; cf. Gal 4,6-7). «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y que lo seamos. Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aun no se ha manifestado lo que hemos de ser» (1Jn 3,1-2). ¿Puede haber para los hombres una causa de alegría más profunda, más fuerte y permanente?
–Dios, por puro amor, habita en nosotros como en un templo. Y esto alegra necesariamente nuestros corazones. «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14,23). La Iglesia es el templo de Dios entre los hombres; pero cada uno de los fieles, personalmente, es «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,15.19; 12,27). Hemos pasado, pues, de la soledad–una de las mayores penalidades del hombre–, a la compañía continua de las Personas divinas.Ya nunca, por tanto, estamos solos, pues somos siempre cuatro: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y yo. ¿Es o no es como para estar «alegres, siempre alegres en el Señor» (Flp 4,4)?
–Hemos pasado de las tinieblas a la luz, de la mentira a la verdad, gracias a Cristo. Ya no estamos a oscuras, en las tinieblas, perdidos, dándonos golpes con las cosas, tristes, sin saber ni de dónde venimos ni a dónde vamos, sin entender nada de lo que pasa en el mundo o en nosotros mismos. Cristo nos libró de estar cautivos del «Padre de la Mentira», el diablo (Jn 8,44), el príncipe de las tinieblas. Y ahora estamos alegres porque somos «hijos de la luz» (12,36). «Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (8,12). Oscuridad-tristeza, luz-alegría.
–Hemos pasado del egoísmo a la caridad, pues gracias a Cristo «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Ahora podemos amar a Dios y al prójimo –al hermano, al cónyuge, a los pobres y enfermos, a los pecadores, a vecinos y colaboradores, a los amigos y a los enemigos– con la misma fuerza sobre-humana del amor divino. Y sabemos que así como lo que más entristece al hombre es no amar, amar poco, amar mal, lo que más le alegra es amar mucho, amar bien y amar a todos.
–Por la caridad, ya no estamos sordos y mudos ante Dios y ante los hermanos. Nos alegra la oración, el diálogo con Dios: «dichoso el pueblo que sabe aclamarte, Señor, caminará a la luz de tu rostro. Tu Nombre es su gozo cada día, tu justicia es su orgullo» (Sal 88,16-17). Y nos alegra también el diálogo con los hermanos, pues la caridad nos libra de ser para ellos, por la falta de amor, como sordos y mudos.
–Hemos pasado del pecado a la gracia. Cristo nos ha librado de vivir aplastados bajo el peso de nuestras culpas. El pecado entristece, debilita, destruye al pecador. «No tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados. Mis culpas sobrepasan mi cabeza, son un peso superior a mis fuerzas. Mis llagas están podridas y supuran por causa de mi insensatez. Voy encorvado y encogido, todo el día camino sombrío, no hay parte ilesa en mi carne. Estoy agotado, desecho del todo» (Sal 37). Así es: «la maldad da muerte al malvado» (33,22). Tenía razón León Bloy: «la única tristeza es la de no ser santos». Y toda la alegría está en la gracia, en la unión con Dios y en la santidad. «Tu gracia vale más que la vida» (62,4).
–Hemos pasado del miedo continuo a la confianza filial en nuestro Padre celestial. Cuántas tristezas vienen en los hombres mundanos de la ansiedad, del miedo a qué pasará en esto y en lo otro. Cristo, por el contrario, nos alegra llevándonos al abandono confiado en la Providencia divina, que es siempre paternal, amorosa, solícita. «Todas las cosas colaboran para el bien de los que aman a Dios» (Rm 8,28). Por eso, «aunque pase por valle de tinieblas no temeré mal alguno, porque tú vas conmigo» (Sal 22,4) El justo «no temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor, su corazón está seguro, sin temor» (112,7-8) ). En realidad no hay para los cristianosmalas noticias, pase lo que pase, pues todas son buenas noticias, todas son Evangeliobajo la acción de la Providencia divina. Continuamente son evangelizados por las vicisitudes penosas o gozosas de la vida.
–Hemos pasado en Cristo de la muerte a la vida, es decir, de la enfermedad, de la vitalidad espiritual escasa y triste, a la vida sana e inmortal. «Yo he venido para que tengan vida, y vida abundante» (Jn 10,10). «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si alguno come de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo» (6,51). «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba… Ríos de agua viva correrán de su seno» (7,37-38).
–Ya no vivimos odiando el dolor, sino amando la Cruz. Los hijos de las tinieblas, que con sus pecados atrajeron sobre sí las siete copas de la ira, gimen abrumados bajo el sufrimiento. «Pero no se arrepintieron, y blasfemaron contra Dios» (Apoc 16), acrecentando así sus dolores. Es cierto que también el cristiano, atravesando este «valle de lágrimas», ha de sufrir a veces noches oscuras, deficiencias psíquicas muy penosas, grandes dolores por los pecados propios y por los pecados del mundo. Pero sufre siempre con paz y esperanza, en pie, junto a la Cruz salvadora –como la Virgen: stabat Mater–. Dice como San Pablo, «ahora me alegro en mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las sufrimientos de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Sabe que sus propios dolores, porque son realmente sufrimientos de Cristo, participan así de su inmenso valor expiatorio y santificante: «ave Crux, spes unica». «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en todas nuestras penalidades» (2Cor 1,3-4).
–Por Cristo ya no sufrimos contrariedades, pues sólo queremos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios. Nosotros, como Cristo, no hemos venido a este mundo a hacer nuestra voluntad, sino a cumplir la voluntad de Dios (Jn 6,38). Hacer día a día la Voluntad divina, ése es «nuestro alimento» (4,34). En consecuencia, nunca sufrimos «contrariedades». Éstas las sufren quienes viven queriendo siempre que se cumpla su propia voluntad, y tantas veces se ven frustados. Pero nosotros tenemos ya concentrado todo nuestro empeño en cumplir la voluntad de Dios providente: «hágase tu voluntad». Incondicionalmente: «aquí está la esclava del Señor; hágase en mí» según Su voluntad. Y de este modo, sin apegos desordenados de la voluntad, guardados en la humildad y en la confianza filial, ya no sufrimos las muchas penalidades que proceden de las voluntades propias, de la soberbia, de la vanidad o de la ambición desordenada. En la humildad de Cristo vivimos con paz y gozo en la esperanza.
–Los cristianos estamos alegres porque aspiramos a las cosas de arriba, no a las de abajo (Col 3,1-2). Por eso sabemos bien que «por la momentánea y ligera tribulación se nos prepara un peso eterno de gloria incalculable, y no tenemos puestos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, y las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). Los otros, en cambio, los que viven «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2,12), los que tienen «a su vientre por dios, y no piensan más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,19), siempre están sufriendo por cosas vanas, y son como niños que lloran sin consuelo por un juguete roto, por una inyección, por tener que irse a la cama. Los hombres nuevos en Cristo viven, por el contrario, en este mundo «como forasteros y emigrantes» (1Pe 2,11). Tenemos conciencia de que «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20) y «buscamos las cosas de arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1).
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Objeción. «Dice usted, gratuitamente, que los cristianos estamos alegres, etc. etc., y todo eso suena muy bien. Pero no querrá negarnos que tantísimas veces esto no es así». Respondeo dicendum: Los cristianos no están alegres cuando no viven cristianamente. Es decir: están alegres en la medida en que viven el Evangelio de Cristo. Quod erat demonstrandum.
Vengan y comparen, hagan el favor. A ver dónde encuentran ustedes más alegría, en un matrimonio cristiano que anda por los caminos del Evangelio, o en aquel otro que vive según el mundo. Díganme dónde hallan la verdadera alegría, en un sacerdote o religioso que vive solo para la gloria de Dios y la santificación de los hermanos, o en otro que vive «abandonado a los deseos de su corazón» (Sal 80,13; Rm 1,24). Miren a los jóvenes, y reconozcan la diferencia entre aquellos que, por la gracia de Cristo, tienen un alma sana, o en tantos otros que «están muertos por sus delitos y pecados» (Ef 2,1). Ni siquiera hay comparación posible. Y no merece la pena discutir lo indiscutible.
Perdónenme que insista. Díganme quién es más feliz, el que perdona las ofensas o el que las guarda y colecciona con amargura en el rencor; el que es humilde o el que sufre por la soberbia y la vanidad; el que sabe dar al necesitado o el que está en la cárcel de su egoísmo; el que es casto y tiene dominio sobre su cuerpo o el que vive esclavo de sus pasiones; el que vive con Dios, en oración continua, o el que vive la soledad indecible del que no tiene fe en Dios; el que orienta su vida para el bien de los demás, o el que busca únicamente su propio gusto y provecho; el que tiene hijos o el que sólo tiene perros… Que no, que no hay ni comparación, digan lo que digan ateos y pecadores.
Sigamos a Cristo por «el camino estrecho que lleva a la vida» (Mt 7,14), y conoceremos «la perfecta alegría», la de Jesús, la de San Pablo, la de San Francisco de Asís y la de todos los santos. Recordemos siempre que nuestro Salvador «decía a todos: el que quiere venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24). Y «todo el que haya dejado casa o mujer o hermanos o padres o hijos por causa del reino de Dios» (18,29), «recibirá el céntuplo ahora, en este mundo, en casas, hermanos y hermanas, y madres, hijos y campos, juntamente conpersecuciones, y en el otro mundo, la vida eterna» (Mc 10,30).
Pero, como dice Santa Teresa, «no acabamos de creer que aun en esta vida da Dios ciento por uno» (Vida 22,15). O San Anselmo (+1109): «Yo te pido, Señor, que reciba todo lo que prometes por tu fidelidad, para que mi gozo sea perfecto. Que éste sea el hambre de mi alma y la sed de mi cuerpo: que todo mi ser lo desee, hasta que entre en el gozo del Señor, que es Dios trino y uno, bendito en todos los siglos. Amén» (Proslogion 26).
José María Iraburu, sacerdote
Post post.- Hay, por supuesto, muchísimos otros motivos permanentes para la alegría en la vida cristiana. Tener a la Virgen María como madre, tener la compañía de los ángeles, la comunión de los santos, que nos mantiene unidos a los bienaventurados del cielo, el seguro perdón de los pecados, la Eucaristía que guarda entre nosotros la real y verdadera presencia de Cristo en esta vida y que nos anticipa la vida celestial… todo el mundo, en fin, de la gracia y de los sacramentos, etc.
José María Iraburu, sacerdote
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