Reflexiones dolor y la muerte
El hombre que descubre en los sufrimientos propios los sufrimientos de Cristo, les da contenido y significado.
Por: Alfredo Ortega-Trillo | Fuente: Catholic.net
La neuritis es la inflamación de un nervio. Y no hay cosa que duela más que un nervio inflamado, al punto que inmoviliza a quien lo padece, dejándolo rígido como una tabla. Esta noche, esta neuritis, este dolor de Dios que se me corre desde el hombro hacia abajo es como una bendición, porque me sitúa justamente en el tema que me ocupa: el valor salvífico del sufrimiento. Y no es que este dolor me haga santo, por supuesto, pero reconozco que, acercándome a mis límites me planta los pies sobre terreno. Sólo pido a Dios que el dolor al correrse por mi brazo no me paralice la palabra antes de que ésta salga de mis dedos.
Hay muertes que no son noticia y que, sin embargo, pueden dejarnos pasmados ante una cajita de madera cubierta de claveles horizontales. “El Zoruyo” era un niño de tres años cuyo más grande anhelo era llegar a los cinco para subirse a los columpios del jardín de niños Ovidio Decroly de los Arenales en Tijuana. Pero Dios permitió que ese niño de tres años celebrara a cubetazos con los niños del vecindario una guerra de agua y felicidad y al día siguiente muriera de neumonía. ¿Por qué si Dios es bueno permite que sucedan estas cosas? ¿Por qué permite el sufrimiento, las miserias, los terremotos, las inundaciones y las muertes de todos los días de tantos niños inocentes como El Zoruyo?
Me aviento al ruedo con un toro grande, y a usted se le abren los ojos buscando las distancias entre los cuernos y el capote. Mas, se lo digo de antemano, siento desilusionarlo si espera pases formidables. Ante la muerte de los inocentes sólo nos queda aceptar con humildad los designios inescrutables de Dios, de la misma forma que no nos queda más remedio que arrodillamos consternados delante del misterio más grande que es, precisamente, la muerte del mayor inocente, Cristo quien, por encima de su inocencia, voluntariamente aceptó padecer su destino de Cruz para salvarnos.
Aunque fuimos hechos de tiempo y de barro nuestro destino son la eternidad y el Cielo, y el sentido del dolor escapa a nuestra dimensión terrenal. Por eso al reflexionar sobre el valor del sufrimiento debemos partir por redimensionar nuestra perspectiva de apreciación acerca de los verdaderos males que afligen al hombre, comenzando por reconocer que el único mal absoluto es el infierno.
No todo el mal que sufre el hombre procede de cataclismos o enfermedades. Parte del sufrimiento de los hombres es causado por otros hombres. La injusticia social, por ejemplo, no es sino el producto de hombres que, teniendo el poder de incidir en las vidas de otros hombres y el libre albedrío o libertad de escoger entre hacer el bien o el mal, los someten a esquemas de miseria y opresión.
Buscar el sentido del sufrimiento en la ocasión para ejercitar la caridad podría parecer un razonamiento siniestro pero, considere usted que si no existieran la pobreza ni las enfermedades ni las injusticias ni las catástrofes naturales no tendrían significado el amor, el sacrificio ni la entrega generosa. Si no existieran esos flagelos estaríamos ya en el Cielo. Y entonces ¿qué sentido tendría esta tierra a la que fuimos arrojados tras el pecado de Adán? Ningún propósito tendría el hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo, el buen samaritano del Evangelio. Y, en cambio, esa parábola se ha convertido en uno de los pilares de la cultura moral de nuestra civilización.
Andan pregonando por allí: “pare de sufrir”, pero esa divisa no es cristiana. Jesucristo mismo nos indica así el camino: “Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz y sígame”. El dolor ofrece al cristiano la ocasión de dar testimonio de su fe. El Evangelio del sufrimiento habla ante todo del sufrimiento “por Cristo”, “por Su causa”, “por Su nombre”. De igual manera, el hombre que descubre en los sufrimientos propios los sufrimientos de Cristo, les da contenido y significado.
Tampoco es que seamos masoquistas los cristianos. Yo contra la neuritis tomo Naxen cada doce horas, y para el dolor que no puedo quitarme con una tableta de 500 miligramos, la fe me da la certeza, aunque muchas veces yo no lo entienda, de que existe un significado.
Hay muertes que no son noticia y que, sin embargo, pueden dejarnos pasmados ante una cajita de madera cubierta de claveles horizontales. “El Zoruyo” era un niño de tres años cuyo más grande anhelo era llegar a los cinco para subirse a los columpios del jardín de niños Ovidio Decroly de los Arenales en Tijuana. Pero Dios permitió que ese niño de tres años celebrara a cubetazos con los niños del vecindario una guerra de agua y felicidad y al día siguiente muriera de neumonía. ¿Por qué si Dios es bueno permite que sucedan estas cosas? ¿Por qué permite el sufrimiento, las miserias, los terremotos, las inundaciones y las muertes de todos los días de tantos niños inocentes como El Zoruyo?
Me aviento al ruedo con un toro grande, y a usted se le abren los ojos buscando las distancias entre los cuernos y el capote. Mas, se lo digo de antemano, siento desilusionarlo si espera pases formidables. Ante la muerte de los inocentes sólo nos queda aceptar con humildad los designios inescrutables de Dios, de la misma forma que no nos queda más remedio que arrodillamos consternados delante del misterio más grande que es, precisamente, la muerte del mayor inocente, Cristo quien, por encima de su inocencia, voluntariamente aceptó padecer su destino de Cruz para salvarnos.
Aunque fuimos hechos de tiempo y de barro nuestro destino son la eternidad y el Cielo, y el sentido del dolor escapa a nuestra dimensión terrenal. Por eso al reflexionar sobre el valor del sufrimiento debemos partir por redimensionar nuestra perspectiva de apreciación acerca de los verdaderos males que afligen al hombre, comenzando por reconocer que el único mal absoluto es el infierno.
No todo el mal que sufre el hombre procede de cataclismos o enfermedades. Parte del sufrimiento de los hombres es causado por otros hombres. La injusticia social, por ejemplo, no es sino el producto de hombres que, teniendo el poder de incidir en las vidas de otros hombres y el libre albedrío o libertad de escoger entre hacer el bien o el mal, los someten a esquemas de miseria y opresión.
Buscar el sentido del sufrimiento en la ocasión para ejercitar la caridad podría parecer un razonamiento siniestro pero, considere usted que si no existieran la pobreza ni las enfermedades ni las injusticias ni las catástrofes naturales no tendrían significado el amor, el sacrificio ni la entrega generosa. Si no existieran esos flagelos estaríamos ya en el Cielo. Y entonces ¿qué sentido tendría esta tierra a la que fuimos arrojados tras el pecado de Adán? Ningún propósito tendría el hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la desgracia del prójimo, el buen samaritano del Evangelio. Y, en cambio, esa parábola se ha convertido en uno de los pilares de la cultura moral de nuestra civilización.
Andan pregonando por allí: “pare de sufrir”, pero esa divisa no es cristiana. Jesucristo mismo nos indica así el camino: “Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz y sígame”. El dolor ofrece al cristiano la ocasión de dar testimonio de su fe. El Evangelio del sufrimiento habla ante todo del sufrimiento “por Cristo”, “por Su causa”, “por Su nombre”. De igual manera, el hombre que descubre en los sufrimientos propios los sufrimientos de Cristo, les da contenido y significado.
Tampoco es que seamos masoquistas los cristianos. Yo contra la neuritis tomo Naxen cada doce horas, y para el dolor que no puedo quitarme con una tableta de 500 miligramos, la fe me da la certeza, aunque muchas veces yo no lo entienda, de que existe un significado.
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