A menudo, Dios permanece en un silencio incomprensible para nosotros, pero Él sabe lo que nos conviene...
Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr
En un antiguo monasterio en el norte de Europa vivió un piadoso monje llamado Rodolfo, gran devoto de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. A menudo, se refugiaba a los pies de un gran crucifijo que era muy venerado en la capilla no sólo por los religiosos, sino también por el pueblo de la región.
Allí, le gustaba a Fray Rodolfo meditar sobre estas palabras del Divino Redentor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Él quería, de alguna manera, consolar al Señor en esta situación de agonía y abandono. Y un día, movido por este generoso y noble deseo, decidió hacerle una audaz ruego. Arrodillándose a los pies de la santa imagen, oró en estos términos:
- Señor, veo cuánto sufristeis por todos nosotros. Aquí estoy yo, tu pobre hijo, te pido algo especial: concededme la gracia de quedar crucificado en vuestro lugar, padeciendo por Vos. Movido por una gracia de profunda piedad, el buen monje no quitaba los ojos de la cruz, como esperando una respuesta. Por lo tanto, no se sorprendió al ver la imagen tomar vida y decirle:
- Hijo mío, veo con satisfacción tu deseo de consolarme en la cruz. Pero, ¿sabes bien lo que pides?
- ¡Sí, señor, yo no quiero nada más!
- Bueno, Yo asumiré tu oficio de monje y tú quedaras aquí crucificado en mi lugar. Pero con una condición: pase lo que pase, veas lo que veas delante de ti, siempre debes permanecer en silencio. ¿Aceptas?
- Sí, señor, acepto -respondió Fray Rodolfo.
Jesús tomó los rasgos de Fray Rodolfo y ocupó su lugar en la comunidad, ejerciendo sus funciones perfectamente.
Y el monje estaba sufriendo en la cruz, pero le consolaba saber que estaba aliviando el sufrimiento del Divino Maestro en su Pasión.
Pasaron los días y Fray Rodolfo, inmóvil, observaba a la gente que venía a rezar en la capilla, pero fiel a su promesa, no dijo siquiera una palabra.
Una tarde, vio entrar al joyero de la ciudad vecina, con una pequeña bolsa llena de piedras preciosas. Arrodillándose a los pies del crucifijo, pidió al Señor que le ayudase a hacer buen uso de las piedras que había comprado, a un comerciante, por un buen precio. Sin embargo, sin darse cuenta, la pequeña bolsa se le desprendió del cinturón, quedando en el banco.
Poco después, entró un hombre de apariencia deshonesta y sospechosas actitudes. Miraba a todos lados, como si buscara algo o… como queriendo saber si estaba siendo observado.
Se detuvo durante unos instantes, con aires de codicia, delante de los candelabros de plata del altar. Fray Rodolfo tuvo un impulso de gritarle que no los tocara… pero se contuvo a tiempo.
Prosiguiendo su camino, el extraño personaje se aproximó al banco donde el joyero había estado y se dio cuenta de la pequeña bolsa. Al abrirla, vio el tesoro que contenía, sonrió de satisfacción, miró de nuevo a todas las partes y salió a toda prisa.
Fray Rodolfo se sintió aliviado por haber logrado mantener su promesa, pero al mismo tiempo indignado con el robo en lugar sagrado. Algunos momentos más tarde, llegó una joven campesina, con una maleta en la mano. Venía a solicitar protección para un viaje de tren que iba a hacer.
Se arrodilló en el lugar exacto donde hacía poco estuviera el joyero.
Poco después, el joyero regresó, en busca de su bolsa perdida. No la vio en el banco, ni en el suelo. Suponiendo que nadie más hubiese entrado en la capilla… desconfió de la pobre joven y empezó a acusarla de robo, amenazándola con llamar a la policía.
Para Fray Rodolfo, ¡esta injusticia era demasiado! Él no fue capaz de permanecer en silencio. Y entonces, se oyó en el recinto sagrado una voz potente y clara:
- ¡No lo hagas! ¡Ella es inocente!
Asustados al escuchar esa voz que, sin duda, venía del crucifijo, el comerciante y la joven campesina salieron corriendo…
Por la noche, una luz sobrenatural invadió la capilla. Era Jesucristo quien entraba. Con tristeza anunció a Fray Rodolfo que debía descender de la Cruz, ya que no había cumplido con lo prometido, y por tanto no podía seguir ocupando más Su lugar.
- Señor, yo pido perdón… Pero, ¿cómo podía permanecer en silencio ante tal injusticia?
Jesús le contestó:
- ¡Oh! Mira cómo la realidad es más compleja de lo que la gente piensa…
El ladrón, que hasta entonces la policía no había logrado atrapar, fue finalmente detenido tratando de vender… piedras falsas. Con ello se evitó un grave perjuicio al joyero, y de esta manera consiguió deshacer el mal negocio hecho con el mercader y recuperó su dinero. En cuanto a la joven campesina -¡pobre!- hubo un accidente en el viaje, y ella resultó gravemente herida; habría sido mejor que la injusta acusación le hubiera hecho perder el tren… Usted no sabía nada de esto, pero Yo sí. Por lo tanto, me habría mantenido en silencio.
Suavemente, el Señor regresó a la Cruz y reanudó su divino silencio. Y Fray Rodolfo, ahora más sabio y humilde, reasumió su lugar en la comunidad.
* * *
No es infrecuente quedarnos afligidos, cuando Nuestro Señor Jesucristo no atiende de inmediato nuestras peticiones.
A menudo, Dios permanece en un silencio incomprensible para nosotros, pero Él sabe lo que nos conviene.
Respetemos sus paternales retrasos. Incluso cuando Dios parece callarse, ¡nos atiende de la manera más provechosa para nuestras almas!
Imagen: Crucifijo de Brunelleschi. Capilla Gondi en Sta Maria Novella - Florencia
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