Esta mañana he visto a un niño corriendo en la calle; no era mi hijo, pero he tenido que contener algo parecido a una lágrima. Luego he mirado a Julieta, que sí lo es, mientras intentaba coger unas flores que llevarle a su madre, y ahí ya la lágrima se ha puesto su nombre de sombrero. Luego he pensado en la foto que debo enmarcar, con ese cura que reparte huevos y lo que se tercie. Una foto es un pantallazo de la vida, nos priva de antecedentes y consecuentes, o mejor dicho, los deja a la imaginación del que ve. No es fácil rastrear en internet algo de información de Andrés Conde, el cura que reparte comida de casa en casa. Tiene 48 años y estuvo año y medio en la Legión. Vocación tardía. Durante 18 años trabajó en una cadena alimenticia. Les cuento todo esto para ponerle historia concreta a la gran historia de este confinamiento, para que ocupe algo de espacio el silencio hermoso de tanta gente que no tiene tiempo de quejarse en Twitter. Este domingo fue el día de Herodes, cuando volví a casa emocionado cometí el error de coger el móvil y descubrir que los niños siguen siendo un engorro. «Son una bomba», escribía un ilustre columnista. Una bomba, dice, una bomba. Leo y vuelvo a leerlo. Una bomba es una cosa que mata gente, por decirlo como se lo explicaría a mi hija.
Convertimos la excepción en categoría y nos lanzamos a la revolución digital, que es poner el dedo en el botón. He buscado en Twitter a ver si Andrés Conde tenía cuenta, pero no lo he encontrado. Hay referencias suyas, una vez que hizo de rey mago, otra que fue a la tele local de Ronda a que le entrevistaran unos niños – sí, esas bombas–, pero poco más. Supongo que no tiene tiempo de escribir por un mundo más justo porque está ocupado en hacer un mundo más justo. La vida irreal de los caracteres y el hashtag y la realidad de la Renault Kangoo repartiendo huevos. Con un par. La imagen muestra una tienda cerrada, unas rejas que serán las de miles de comercios que no sobrevivirán, unas sillas apiladas. No hay nada más triste que una silla sin culo. Y un cartel de un evento de música que a buen seguro tuvo que aplazarse. Andrés no tuvo tampoco tiempo de plancharse la camisa. No pensaba salir en ninguna foto, supongo, ni que nadie escribiera sobre él en Alfa y Omega. Pero ya es hora de que España ponga el foco en quien menos ruido hace, en esas manos silenciosas, azules y plastificadas que tratan de arañarle victorias a la desgracia. Harán falta muchas manos como las de Andrés en el futuro, manos manchadas, gastadas, descuidadas, llenas de memoria, manos que sustituyen a los verbos, manos abiertas al otro, manos lentas a la cólera y ricas en piedad. El mundo necesita de personas que repartan huevos con delicadeza.
Guillermo Vila
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