Nunca ahondaremos del todo en el universo intelectual de Tomás Moro, modelo de un auténtico humanismo que es un modo de llegar a Dios, que hizo al hombre a su imagen y semejanza. Pero a veces nos dejamos llevar por prejuicios espiritualistas y estamos dispuestos a leer con entusiasmo cualquiera de las obras ascéticas del canciller de Enrique VIII, aunque no hacemos lo mismo con otros escritos del Moro humanista, que consideramos disquisiciones intelectuales casi ininteligibles.
Han caído en mis manos las Cartas de un humanista (ed. Rialp), donde se contienen tres cartas traducidas del latín por la profesora Concepción Cabrillana. Me ha gustado especialmente la carta a la Universidad de Oxford de 1518, en la que Moro defiende la necesidad de integrar en los estudios de teología cristiana los métodos de la cultura humanística. Moro es muy consciente de algo en lo que no habían reparado los que convirtieron la teología medieval en una sucesión de disputas más preocupadas por la forma que por el fondo: no se puede separar Jerusalén de Atenas y Roma, no se puede enseñar una teología en la que esté ausente la filosofía. De hecho, el humanista inglés está intuyendo, antes de que se produzca la marea de la Reforma que cambiará la historia de Europa, que el arrinconamiento de los clásicos griegos y latinos solo puede llevar a un fundamentalismo literalista, sin alma.
En la carta de Oxford descubro que el santo inglés nos está advirtiendo contra los peligros de caer en el fideísmo, que en el fondo es una drástica separación entre el cristianismo y la cultura. Llega incluso a decir que el conocimiento de las buenas letras constituye una ciencia auxiliar de la teología. No me sorprende que los últimos Papas no se priven de citar autores profanos en su catequesis, mezclando con naturalidad, lo divino con lo humano. Sin agotar la lista, Pablo VI citó en alguna ocasión a Bernanos, Juan Pablo I a Manzoni, Juan Pablo II a Sienkiewicz, Benedicto XVI a Dostoievski y Francisco a Borges.
Hoy podríamos brindar el consejo de Tomás Moro, el de que el aprendizaje de las letras profanas prepara al hombre para la virtud, a ciertos responsables de la educación, a los que apuestan por unos estudios especializados, desgajados de las humanidades. Porque existe el riesgo de que la rutina de los especialistas, como la de los estudiantes de teología en el Oxford renacentista, separe los saberes de lo humano.
Antonio R. Rubio Plo
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