Aunque muchos creen que el centro de la península ibérica está en la madrileña Puerta del Sol, lo cierto es que se encuentra en un pequeño alcor en término de Getafe, llamado significativamente Cerro de los Ángeles desde el lejanísimo siglo XI, cuando nadie podía adivinar semejante cualidad geográfica. Bien mirado, podía haberse llamado del Verdugo o del Pimiento, como otros que conozco bien, pero no, tenía que tener un nombre que desde el principio, en cierto modo, lo predestinase. En 1919 fue elegido, en razón de lo dicho, para acoger un gran monumento del Sagrado Corazón de Jesús, devoción de hondísimo calado teológico y popular que entonces se encontraba en plena expansión. El 30 de mayo de ese año, Alfonso XIII lo inauguró y consagró España al Corazón de Jesús. Dicen quienes de esto saben que la masonería, entonces todopoderosa, nunca se lo perdonó.
Ha pasado exactamente un siglo, y el domingo último muchos miles de católicos se congregaron en la gran explanada del Cerro para renovar esa consagración en sus personas y en sus familias, la España doméstica que cada uno albergamos y quisiéramos guardar para Cristo. No hubo más Rey en esta ocasión que su Divina Majestad porque este país hace tiempo que se deslizó de la aconfesionalidad constitucional a un laicismo rampante y excluyente, pero a cambio de ello los fieles congregados pudieron evitar la presencia de autoridades y figurones que hubieran podido confundir un acto de tanto voltaje espiritual con la asistencia protocolaria y cazavotos a cualquier desfile procesional. Allí no sobraba nadie.
Como todos los lugares con verdadera historia, también el Cerro de los Ángeles conoció la desolación y la barbarie. En agosto de 1936 la imagen de Jesús fue fusilada -ahí está la famosa foto que impide creer que tamaña simbólica atrocidad sea una invención- y luego dinamitada por milicianos tras haber asesinado a cinco jóvenes que habían intentado protegerla. Cerro Rojo, lo llamaron durante unos años, pero en 1965 el monumento había renacido de sus ruinas y fue nuevamente consagrado mientras, como ha estudiado Federico Jiménez de Cisneros, florecían a cientos por toda España. Franco, que no temía a la masonería ni le debía nada, hizo entonces una oración, hoy inverosímil, que en estos días ha circulado profusamente. Cambian los protagonistas, cambian los tiempos, cambiamos también nosotros. Pero la gran promesa sigue ahí: "Reinaré en España".
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