domingo, 4 de noviembre de 2018

CUEVA DE LA PILETA; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ



La visita a la Cueva de la Pileta merece la pena desde todos los puntos de vista: por el entorno natural, por la geología, por el arte rupestre, por la prehistoria… Un tanto obsesionado estos días con la propiedad privada, esa especie en peligro de extinción, mis andares por la oscuridad de la Pileta iban tropezando también a cada paso en la cuestión político-jurídica.

Al fin y al cabo, la Cueva es un monumento a la propiedad privada. En 1905 la descubre José Bullón, que por entonces era el esforzado arrendatario del terreno bajo el que se halla. Se coló por un boquete del que cada noche salían muchísimos murciélagos en busca de sus excrementos, un abono natural excelente. Enseguida, tuvo la inteligencia de darse cuenta de que había hecho un descubrimiento sensacional. Como en una parábola evangélica, la familia vendió cuanto tenía, que era apenas su capacidad de sacrificio, para comprar aquella finca. Me cuentan que la hipoteca fue de aúpa, y que, antes, el arriendo tampoco era manco. Lo que más asombra es que José Bullón y su hijo Tomás se pasaron 30 años, 30, esculpiendo ellos solos en la roca viva de la cueva los escalones que ahora la hacen practicable. Cuando te enteras de eso, pisas los escalones con un respeto reverencial.

Natural que, cuando en la Guerra Civil los republicanos quisieron usar la Cueva de la Pileta como polvorín, los Bullón se hiciesen fuertes dentro, con sus escopetas de caza, diciendo que ni polvorín ni polvorado, que ese cuento se había acabado.

Más tarde han tenido que pleitear con los poderes públicos por defender su propiedad privada, y han ganado por poco en los tribunales porque descubrieron la cueva por los pelos, justo antes de una ley que declaraba que el subsuelo es propiedad pública (¡también!). Yo miraba los toros pintados por aquellos anhelantes cazadores hace 40.000 años en aquella gruta y veía una línea recta de continuidad con los Bullón, que también han tenido que lidiar con unos toros de mucho trapío desde la hondura de su cueva.

No extraña ni el estado de conservación ni la atención familiar a los visitantes ni el amor pasional por los mínimos detalles de la Cueva de la Pileta. En sus profundidades, no sólo se preservan unas pinturas únicas ni cuatro especies endémicas ni un tesoro geológico. También está la vieja (prehistórica querrían algunos) relación íntima entre la propiedad, la familia, el orgullo y el esfuerzo.

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