El día de los difuntos debería ser el día de la cultura. Como la Iglesia no doblegada a los imperativos del momento, la auténtica cultura es uno de los modos de escapar a la claustrofóbica condición de vivir encerrado en nuestro tiempo. Otro es el recuerdo de nuestros difuntos, que puede ser tan intenso y tan íntimo como para sentirlos aquí, junto a nosotros, opinando como si tal cosa de nuestros problemas, si se los consultamos. En realidad, los tres ámbitos, Iglesia, familia, cultura, están íntimamente relacionados y el 2 de noviembre -no hay dos sin tres- es un día perfecto para conmemorarlos.
Lo haré por todo lo alto terminando de leer Cavilaciones y melancolías (Confluencias, 2018), la última entrega de los diarios de José Jiménez Lozano, el más cervantino de los premios Cervantes. Exceptuando al señor de Torre de Juan Abad, que cinceló estos versos: "Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos"; Jiménez Lozano es el escritor que mejor conversa con los muertos. Ya sean los escritores, gentlemen and friends, como él les llama porque lo son suyos. Ya sea con los amigos y familiares que faltan, que no le faltan, y los recuerda en carne viva a cada poco. Ya sea con una fe que salta, con la gracilidad de un Kierkegaard, sobre las dudas y los líos.
Es con esa hondura (que atraviesa el presente) con la que Jiménez Lozano puede mirar la vida y la naturaleza con una mirada tan clara. Se asoma al campo y si anochece ve «la luna llena, grande y solemne, como si pesase demasiado y la costase despegarse del horizonte»; y si amanece «la neblina matutina se retira como un papel de seda en el que está envuelto un regalo».
La gran lección de los diarios de Jiménez Lozano es que es posible defender el yo personal, insobornable y propio de tantas presiones contemporáneas de consumismos en cadena y de pensamiento único también en cadena. Él puede leer el periódico y seguir (a distancia) la política del mundo sin perder el ánimo, porque no pierde el ánima. Lo logra porque es un yo escoltado y resguardado por los escritores y filósofos de antaño, por los familiares y amigos de ayer, por el arte y la fe de siempre, que le cobijan la intimidad y le sostienen el humor. Él entero está en esta frase: «Mientras sea posible sonreír, siquiera en privado, no estará todo perdido».
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