La vida es un gimnasio donde se fortalecen los músculos de estas tres virtudes teologales.
Por: Carlos Abraham Ortiz, L.C. | Fuente: Virtudes y Valores
Por: Carlos Abraham Ortiz, L.C. | Fuente: Virtudes y Valores
El día más importante de nuestra vida no lo recordamos la mayoría de los católicos. No, no es cuando nacimos. Es el día de nuestro Bautismo. Vestidos de blanco y en brazos de nuestra madre, recibimos un rocío purificador. Y con él, tres cofrecillos: en uno la fe, en otro la caridad y en un tercero la esperanza.
Aunque los tres aparecen a lo largo de nuestra vida, cada una brilla con especial intensidad en una etapa distinta. La leche dulce de la fe la mamamos en la niñez. En nuestra edad madura invertimos tiempo, dinero y esfuerzos en las ganancias del amor. Y al final de nuestra vida descansamos en la pensión de nuestra esperanza.
Empecemos por nuestra niñez. Todos hemos sido niños alguna vez. Cuando lo éramos, creíamos en todo con una enorme ilusión. Todo nos impresionaba. ¿Quién no creía en los Reyes Magos, en el ratoncito Pérez, en los superhéroes de las revistas y de la televisión? La lista de estas “creencias” es muy larga.
Y esto, ¿por qué nos sucede en la niñez? No es porque los niños sean ingenuos o tontos, sino que, como los superhéroes, vuelan con la capa de la sencillez, que es el trono en el que se sienta la fe. Dejamos de ser niños cuando perdemos la sencillez y nos complicamos la vida. Y esa sencillez va de la mano con la humildad, que nos ayuda a aceptar las realidades que sobrepasan nuestra corta inteligencia. Por tanto la fe brota cuando somos niños y da sus frutos en el resto de la vida.
Empezamos a crecer y nos damos cuenta de la importancia del amor. ¡Amor! Es una palabra tan maltratada y adulterada que nos dice muy poco, o sólo recuerda el aspecto sexual. Y si no es así, entonces, ¿por qué hay tantas y tan variadas respuestas a la pregunta sobre qué es el amor? La mejor respuesta nos la va dando y confirmando la experiencia de la vida. ¿Cuándo somos más felices y cuándo amamos más? Cuando en nuestro amor hay dolor. Paradójico ¿verdad?
Recomendaba la Madre Teresa de Calcuta: “ama hasta que duela y, entonces comenzarás a amar”. Esto es un reto para el ser humano. Por eso el verdadero amor atrae a muchos. Sólo en él se encuentra la felicidad verdadera. San Agustín escribió: “dilige et quod vis fac” (“Ama y haz lo que quieras”, in Ioh. Epist., Tract. VII,8) porque si verdaderamente se ama siempre se buscará el bien según Dios, para los demás y para uno mismo.
Así llegamos al final de nuestra vida, con un morral lleno de lágrimas y risas, de heridas y coronas. Nos queda la senectud para rumiar lo pasado e ir saboreando lo futuro: ¡la vida eterna! El anciano vive esperando y espera viviendo sus últimos días. Pero ¿qué espera? No una vida más larga y más fácil, sino el premio por el combate de su vida (“la vida del hombre es una batalla sobre la tierra”, Job VII,1). También es un período para prepararse bien para la muerte. En su carta 61 a Lucilio Séneca escribió: “Ante senectutem curavi ut bene viverem, in senectutem ut bene moriar” (“Antes de la vejez me preocupé por vivir bien, en la vejez por morir bien”). Además la esperanza nunca muere.
La vida es un gimnasio donde se fortalecen los músculos de estas tres virtudes teologales. Por eso no podemos perder la fe en la madurez de la vida sino que se debe fortalecer con el ejercicio diario y constante. Tampoco podemos olvidar el amor; no se nos permite dejar marchitar nuestro corazón por una envidia, rencor, o antipatía sino que debemos aprender a perdonar para amar más olvidando el mal que se nos haya hecho o que hayamos visto hacer. Nuestra esperanza siempre nos debe mantener al pie del cañón, nos debe motivar a seguir luchando hasta el final porque “el que persevera alcanza”.
Aprovechemos los tesoros de nuestros cofrecillos para formarnos y formar más personas según el pensamiento de Dios.
Aunque los tres aparecen a lo largo de nuestra vida, cada una brilla con especial intensidad en una etapa distinta. La leche dulce de la fe la mamamos en la niñez. En nuestra edad madura invertimos tiempo, dinero y esfuerzos en las ganancias del amor. Y al final de nuestra vida descansamos en la pensión de nuestra esperanza.
Empecemos por nuestra niñez. Todos hemos sido niños alguna vez. Cuando lo éramos, creíamos en todo con una enorme ilusión. Todo nos impresionaba. ¿Quién no creía en los Reyes Magos, en el ratoncito Pérez, en los superhéroes de las revistas y de la televisión? La lista de estas “creencias” es muy larga.
Y esto, ¿por qué nos sucede en la niñez? No es porque los niños sean ingenuos o tontos, sino que, como los superhéroes, vuelan con la capa de la sencillez, que es el trono en el que se sienta la fe. Dejamos de ser niños cuando perdemos la sencillez y nos complicamos la vida. Y esa sencillez va de la mano con la humildad, que nos ayuda a aceptar las realidades que sobrepasan nuestra corta inteligencia. Por tanto la fe brota cuando somos niños y da sus frutos en el resto de la vida.
Empezamos a crecer y nos damos cuenta de la importancia del amor. ¡Amor! Es una palabra tan maltratada y adulterada que nos dice muy poco, o sólo recuerda el aspecto sexual. Y si no es así, entonces, ¿por qué hay tantas y tan variadas respuestas a la pregunta sobre qué es el amor? La mejor respuesta nos la va dando y confirmando la experiencia de la vida. ¿Cuándo somos más felices y cuándo amamos más? Cuando en nuestro amor hay dolor. Paradójico ¿verdad?
Recomendaba la Madre Teresa de Calcuta: “ama hasta que duela y, entonces comenzarás a amar”. Esto es un reto para el ser humano. Por eso el verdadero amor atrae a muchos. Sólo en él se encuentra la felicidad verdadera. San Agustín escribió: “dilige et quod vis fac” (“Ama y haz lo que quieras”, in Ioh. Epist., Tract. VII,8) porque si verdaderamente se ama siempre se buscará el bien según Dios, para los demás y para uno mismo.
Así llegamos al final de nuestra vida, con un morral lleno de lágrimas y risas, de heridas y coronas. Nos queda la senectud para rumiar lo pasado e ir saboreando lo futuro: ¡la vida eterna! El anciano vive esperando y espera viviendo sus últimos días. Pero ¿qué espera? No una vida más larga y más fácil, sino el premio por el combate de su vida (“la vida del hombre es una batalla sobre la tierra”, Job VII,1). También es un período para prepararse bien para la muerte. En su carta 61 a Lucilio Séneca escribió: “Ante senectutem curavi ut bene viverem, in senectutem ut bene moriar” (“Antes de la vejez me preocupé por vivir bien, en la vejez por morir bien”). Además la esperanza nunca muere.
La vida es un gimnasio donde se fortalecen los músculos de estas tres virtudes teologales. Por eso no podemos perder la fe en la madurez de la vida sino que se debe fortalecer con el ejercicio diario y constante. Tampoco podemos olvidar el amor; no se nos permite dejar marchitar nuestro corazón por una envidia, rencor, o antipatía sino que debemos aprender a perdonar para amar más olvidando el mal que se nos haya hecho o que hayamos visto hacer. Nuestra esperanza siempre nos debe mantener al pie del cañón, nos debe motivar a seguir luchando hasta el final porque “el que persevera alcanza”.
Aprovechemos los tesoros de nuestros cofrecillos para formarnos y formar más personas según el pensamiento de Dios.
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