[Publicada en el número 878 el 24 de abril de 2014]
Stanisław Dziwisz conoció a Karol Wojtyla a los 18 años, en 1957. Era su profesor de Ética en el seminario. Ya ordenado, a los 27 años, en octubre de 1966, el joven arzobispo de Cracovia le invitó a su casa para pedirle que le ayudara como secretario personal. «¿A partir de cuándo?», preguntó Dziwisz. Y Wojtyla le respondió: «Desde ahora». Desde ese día, no se separaron nunca más, hasta la muerte de Juan Pablo II. Ahora, como cardenal arzobispo de Cracovia, el gran amigo de Juan Pablo II cuenta su secreto: la oración.
¿Qué recuerdo le pasa por la mente al pensar en Juan Pablo II?
Medito, pero me pasa un torbellino de imágenes y de palabras. Escucho su voz poderosa, que sabía ser dulcísima, pero también invectiva, como en Agrigento, contra la Mafia, o trataba de superar los gritos de la plaza en Nicaragua, cuando los sandinistas le habían apagado el micrófono y él gritaba aún más fuerte. Pero un recuero es más fuerte que los demás. De hecho, en ese momento su voz era muy leve, casi imperceptible. La ambulancia atravesaba el tráfico de Roma tras el atentado y yo sentía que estaba muriendo. Le tomaba la cabeza. Él rezaba, pero no por él, sino por quien le había disparado, y no sabía ni siquiera quién era. «Perdono», decía. «Perdono», repetía. Perdía la conciencia, pero él se agarraba tenazmente a la vida, rezando por la Iglesia. Me parece que es lo más grande de Karol Wojtyla.
¿Cuál era el secreto de Juan Pablo II?
La oración. Siempre fue así, desde los años de la guerra. Oración como estilo de vida, oración individual y oración con quien le rodeaba, incluidas las muchedumbres oceánicas. Concebía la oración como un trabajo cansado, como un sacrificio por Cristo, su Iglesia y por el mundo.
¿Qué recuerda de su muerte?
Recuerdo su rostro, que tanto había apreciado, admirado. Yo lloraba. Experimenté emociones muy fuertes, y lloraba siempre. El próximo domingo 27 de abril las emociones quizá sean diferentes, pero las lágrimas no, son las mismas de toda mi vida junto a él.
Jesús Colina. Roma
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