Detrás de cada decisión
La pregunta sobre los motivos de mis actos resulta clave si quiero conocer cómo dirijo mi vida
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
El jefe reúne a sus colaboradores. “A partir de ahora vamos a trabajar de esta manera”. Surge la pregunta: “¿Por qué?” Respuesta del jefe: “Porque así lo he decidido yo”.
La respuesta, desde luego, no satisface. Es claro que el jefe ha tomado una decisión. Los que le escuchan la han entendido, y pueden estar más o menos de acuerdo con la misma. Lo que muchas veces no está claro es el motivo: ¿por qué el jefe ha escogido esta opción y no alguna de las otras posibilidades que tenía ante sí?
Por eso, ante una pregunta sobre el porqué de una decisión la respuesta no puede consistir en una redundancia: se hace esto porque así lo he decidido yo. La respuesta correcta llega cuando el jefe manifiesta los motivos de su opción.
Todo actuar inteligente tiene una serie de motivaciones. Es algo que Sócrates expone con convicción a sus amigos en el día de su muerte. Si está allí, en la cárcel, mientras espera la ejecución de la sentencia es porque cree que es bueno y justo obedecer a los jueces también cuando condenan a muerte a un inocente.
Uno de los ejercicios más provechosos a la hora de analizar nuestras decisiones consiste en ver por qué optamos por esto o por lo otro.
Unos deciden por miedo. Eso ocurre cuando la voluntad quiere evitar consecuencias “peligrosas” y opta por someterse a alguien que amenaza con la mirada o con las palabras.
Otros deciden por ambición, o para ganarse amigos, o para evitarse problemas, o para ahorrarse esfuerzos, o para seguir lo más fácil, o para contentar el gusto inmediato, o...
La pregunta sobre los motivos de mis actos resulta clave si quiero conocer cómo dirijo mi vida, qué deseo en lo más íntimo de mi alma, hacia qué metas intento avanzar.
Quizá no tengo ante mí dos ojos humanos que me preguntan “¿por qué haces esto?”. Pero siempre resuena esa voz íntima de la conciencia que me pregunta el porqué de cada decisión.
Tras esa voz, con suavidad y con respeto, me interpela Dios. Un Dios que respeta mi libertad, pero que también desea que reconozca, para corregirlas, aquellas decisiones que tomo por motivos turbios; y cuáles, para reforzarlas, nacen del verdadero amor hacia Él y hacia mis hermanos.
La respuesta, desde luego, no satisface. Es claro que el jefe ha tomado una decisión. Los que le escuchan la han entendido, y pueden estar más o menos de acuerdo con la misma. Lo que muchas veces no está claro es el motivo: ¿por qué el jefe ha escogido esta opción y no alguna de las otras posibilidades que tenía ante sí?
Por eso, ante una pregunta sobre el porqué de una decisión la respuesta no puede consistir en una redundancia: se hace esto porque así lo he decidido yo. La respuesta correcta llega cuando el jefe manifiesta los motivos de su opción.
Todo actuar inteligente tiene una serie de motivaciones. Es algo que Sócrates expone con convicción a sus amigos en el día de su muerte. Si está allí, en la cárcel, mientras espera la ejecución de la sentencia es porque cree que es bueno y justo obedecer a los jueces también cuando condenan a muerte a un inocente.
Uno de los ejercicios más provechosos a la hora de analizar nuestras decisiones consiste en ver por qué optamos por esto o por lo otro.
Unos deciden por miedo. Eso ocurre cuando la voluntad quiere evitar consecuencias “peligrosas” y opta por someterse a alguien que amenaza con la mirada o con las palabras.
Otros deciden por ambición, o para ganarse amigos, o para evitarse problemas, o para ahorrarse esfuerzos, o para seguir lo más fácil, o para contentar el gusto inmediato, o...
La pregunta sobre los motivos de mis actos resulta clave si quiero conocer cómo dirijo mi vida, qué deseo en lo más íntimo de mi alma, hacia qué metas intento avanzar.
Quizá no tengo ante mí dos ojos humanos que me preguntan “¿por qué haces esto?”. Pero siempre resuena esa voz íntima de la conciencia que me pregunta el porqué de cada decisión.
Tras esa voz, con suavidad y con respeto, me interpela Dios. Un Dios que respeta mi libertad, pero que también desea que reconozca, para corregirlas, aquellas decisiones que tomo por motivos turbios; y cuáles, para reforzarlas, nacen del verdadero amor hacia Él y hacia mis hermanos.
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