Los obispos del Sur acaban de aprobar que se inicie la causa de beatificación de María Isabel González, fundadora de las Doctrinas Rurales, un proyecto de periferias en el siglo XIX. A pesar de las incomprensiones y poco apoyo que recibieron esta y otras mujeres nunca dejaron su empeño
¿Qué hace que una mujer influyente y amable, que vivía en la sobreabundancia, pretendida por muchos, se retirase a aldeas y barrios marginales para, en ellos, dar a conocer a Jesús y enseñar a leer y escribir? Si María Isabel González del Valle, fundadora de las Misioneras de la Doctrinas Rurales, estuviera hoy aquí nos diría que «el Señor», que se le presentó en unos ejercicios espirituales en Madrid en abril de 1920, como narra el sacerdote que los impartió, el padre Castro: «El día tercero o cuarto, después de la meditación de la Magdalena, se me presentó derramando lágrimas. Su alma se había rendido a Cristo y no de una manera ordinaria…».
María Isabel González, cuyo inicio de causa de beatificación acaba de ser aprobado por los Obispos del Sur, lo expresó claramente más tarde. «A mí lo que me pasa es que estoy enamorada del Señor», algo que la impulsaba a ir «con la casina a cuestas, dando a conocer a todos el Padre que tenemos». Así, y tras encontrarse con el padre Tiburcio Arnáiz –beatificado en 2018– se marchó con otras compañeras a un pequeño pueblo de la provincia de Málaga, Sierra de Gibralgalía, para vivir en una choza junto a los más desfavorecidos. Visitaron a sus habitantes, le ofrecieron clases de cultural general, labores y otras actividades de manera gratuita; y al mismo tiempo les instruían en la fe. «En poco tiempo, viéndose dignificadas por su condición de hijos de Dios, se volcaban correspondiendo su amor», se puede leer en la biografía de María Isabel. Esta labor no pasó desapercibida para san Manuel González, entonces obispo de Málaga, que les dio permiso para tener con ellas al Santísimo. Así nacería la primera Doctrina.
María Isabel había encontrado su vocación, pero pronto llegarían las pruebas con el fallecimiento del padre Tiburcio Arnáiz y, años después, con el establecimiento de la Segunda República. Y finalmente con la enfermedad que la limitó mucho en los últimos años de su vida que, sin embargo, nunca la detuvo en su deseo de cumplir la voluntad de Dios, como explica el padre Castro: «Al verla en enero de 1937 he de confesar encontrarla muy santa y entregada a la divina voluntad de algún modo no común. Me admiraban su modo de llevar las enfermedades que la han llevado al sepulcro, así como su conformidad y alegría en medio de la pobreza que padecía o la soledad en que se encontraba de parte de los hombres, el poco apoyo que a su obra le hacían. Su obra, singular, creo que ha sido poco comprendida y esto la hacía sufrir pero con alegría y en paz lo veía todo, no desando sino conocer la voluntad de Dios respecto de ella para proceder, bien destruyéndola o bien trabajando en ella».
Ella mismo lo reconocía en una carta al padre Segarra: «No puedo figurar siquiera la cantidad de tribulaciones que llueven sobre esta pequeña comunidad. A mí me da el Señor una paz y una alegría en medio de tantas cosas que no me conozco y pienso si será que ya me va a llamar… Pero como le digo, yo veo no solo la mano del Señor, sino que me parece ver hasta la risa con que lo hace y no puedo sufrir, sobre todo viendo la ganancia espiritual que esto nos trae porque si no, estoy cierta de que el Señor no nos lo mandaría».
Murió en Jerez de la Frontera sin posesión alguna como nómada del apostolado. Sus retos descansan hoy en la iglesia de la Sierra de Gibralgalía, donde fundó la primera doctrina y a donde fueron trasladados en 1954.
Fran Otero
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