Cuando la enfermedad mental irrumpe en una familia, desencadena una avalancha de incertidumbre, culpa, preguntas existenciales y sufrimiento. Todo ello exige que, tanto desde el ámbito sanitario como desde la Iglesia, se trabaje por acompañar mejor a estos enfermos y sus familias
Marta era una chica alegre, sociable, muy activa, y buena estudiante. Pero poco después de entrar en la universidad «empecé a notar mucha tristeza y falta de ganas, sinsentido –cuenta–. Al principio me diagnosticaron una depresión». La atribuyeron a la «primera frustración de una chica perfeccionista al ver que la carrera no la llena» y la trataron con antidepresivos. Cambió de estudios y empezó a trabajar, pero en el verano del nuevo curso le dio otro bajón. «Prácticamente de un día para otro, llegaba a casa diciendo cosas como “no sé trabajar, no sé ni mandar un correo electrónico”. No veía sentido a vivir». Superó este bache con más medicación, pero dos años después el episodio se repitió.
«No sabes por qué de repente no quieres vivir, y te culpas por estar así –continúa su relato–. Soy católica, y me preguntaba por qué sentía eso, si la vida es un regalo de Dios. Mis padres lo pasaron muy mal. Es muy fuerte que tu hija te diga que no ve sentido a su vida. Todos intentan ayudarte, pero es complicado porque nadie lo vive. Y te culpas también por que ellos están mal. Es desesperante».
Durante esos años, estuvo ingresada varias veces en unidades de salud mental. En el último de esos ingresos le dieron un nuevo diagnóstico: trastorno bipolar, con picos similares a la depresión y otros de mucha actividad. A la joven le parecía imposible. «Hasta que un día di un salto de fe absoluto para creer lo que me decían los médicos: que tenía esa enfermedad, que tenía tratamiento y que podía volver a ser la de siempre». Desde entonces, con la medicación adecuada, hábitos de vida saludables y cuidando el descanso, lleva dos años sin síntomas. Tiene un buen trabajo, novio y muchas amigas. Pero el miedo a recaer «no desaparece nunca. Antes tenía pesadillas con eso casi todos los días».
«¿Quién soy?»
La historia de Marta refleja gran parte de las vivencias de las personas con enfermedad mental y de sus familias. Los trastornos graves, como la esquizofrenia y el trastorno bipolar, afectan cada uno a cerca del 1 % de la población. Más frecuentes son la depresión o la ansiedad, que en nuestro país sufren unos cuatro millones de personas en total. Sus síntomas son capaces, por sí mismos, de poner patas arriba la vida de cualquiera. Y a ellos se suman otros factores que aumentan el sufrimiento. Uno de ellos, explica Alberto Cano, jesuita y psiquiatra del hospital madrileño de La Paz, es la incertidumbre durante el largo y complejo proceso de llegar a un diagnóstico.
Cuando este se alcanza, surgen nuevas preguntas: ¿Afectará a mis relaciones? ¿El tratamiento cambiará mi personalidad? O, como en el caso de Marta, «¿quién soy, una chica alegre, deportista y extrovertida, o una niña triste y rancia que no tiene ganas de vivir? La terapia te enseña a comprender que eres una sola persona, que tiene esos síntomas por una enfermedad».
Entre las inquietudes de los familiares hay varias especialmente demoledoras: ¿Esto estaba en mis genes? ¿Es por algo que he hecho? «En realidad, a día de hoy no conocemos con claridad las causas de la enfermedad mental –aclara Cano–. Confluyen factores como la genética con otros que tienen que ver más con situaciones familiares y ambientales». Otro momento de dolor es cuando una crisis hace necesario un ingreso contra la voluntad del enfermo. A veces, explica el psiquiatra, los parientes se sienten culpables (y el enfermo los culpa) por habérselo pedido al médico, aunque la decisión final siempre depende de su criterio profesional y del de una comisión judicial.
Todo este sufrimiento se profundiza porque «no es fácil hablar de ello con otras personas», añade. La incomprensión, el estigma social y la caricatura de estos trastornos, incluso de los leves, puede llevar en estos casos a intentar ocultar el problema, y hasta acabar en un cierto aislamiento.
Solo después de su diagnóstico Marta se fijó en el daño que podían hacer actitudes como reaccionar con miedo ante los locos («yo era la primera que lo hacía») o las comidillas sobre si «Fulanito toma medicación» por un problema psiquiátrico. Por este motivo, gran parte de su entorno desconoce su dolencia. Pero, por suerte, ella y su familia sí cuentan con un grupo de personas cercanas, incluido su director espiritual, con quien pueden hablar de estas cosas. «Ellos no me juzgan».
Acompañamiento más allá de la consulta
Consciente de que los problemas específicos de la salud mental hacen que el apoyo a todos los afectados sea particularmente necesario, el Departamento de Pastoral de la Salud de la Conferencia Episcopal Española (CEE) dedicó hace unas semanas sus Jornadas de Pastoral en Salud Mental al tema Acompañar mejor a las familias. Este encuentro bienal ya está consolidado en el calendario del departamento, como las jornadas anuales de Pastoral de la Salud, la Jornada Mundial del Enfermo del 11 de febrero, y la Pascua del Enfermo, que se celebra este domingo.
Cano, que fue ponente en el encuentro, explica que este acompañamiento comienza en la misma consulta, donde «muchos profesionales, con gran esfuerzo y generosidad», buscan la ocasión para «preguntar de forma sincera y profunda, al paciente y a la familia, cómo están. Y ahí surgen cosas: las dificultades para organizarse, los problemas de relación, los logros…».
Sin embargo, la sanidad pública todavía tiene como asignatura pendiente prolongar el apoyo más allá de la cita médica. «Los recursos donde se hace terapia familiar soy muy minoritarios –explica el médico jesuita–. Además, a la familia se la tiene especialmente en cuenta en situaciones de crisis. Pero al estabilizarse el paciente sienten un cierto abandono, ya que los profesionales optan por dedicar el máximo posible de su tiempo, que es limitado, al paciente».
A base de prueba y error
Aquí es donde entran en juego las asociaciones de familias, que suelen ofrecer grupos de ayuda en los que compartir vivencias. «Estas reuniones –asegura Cano– pueden ayudar mucho» a la hora de afrontar cuestiones muy comunes, como el dilema de hasta dónde hacerse presente y estar encima y hasta donde respetar la autonomía del enfermo. Uno de los campos de batalla más frecuentes es la medicación. «Es un rollo que te recuerden todos los días que te la tomes –reconoce Marta–. Pero yo lo entiendo».
Sin embargo, otros pacientes ven en este interés bienintencionado «una coacción a la libertad, una vigilancia –explica Cano–. Es muy importante hablar de estos temas y de cómo necesita el paciente que se preocupen por él, porque aunque en momentos de crisis su capacidad de decidir sí se vea comprometida, no deja de ser una persona con libertad». Son procesos delicados, y cuando no tienen quién les guíe «las familias aprenden a base de prueba y error, y muy solas».
«Podemos ser punteros»
El jesuita añade que otro aspecto por mejorar es «el acompañamiento de la dimensión espiritual de las personas». «Con frecuencia el sufrimiento mental está muy relacionado con dimensiones trascendentes, como su dignidad como ser humano, el sentido de su vida o la esperanza. Tenemos la responsabilidad de no proporcionar cuidados solo para los síntomas, sino también a nivel más existencial. Otras ramas médicas, como los cuidados paliativos, nos llevan la delantera».
En algunos lugares, la Iglesia intenta llenar este vacío. Es el caso de los hospitales psiquiátricos madrileños de Ciempozuelos, de los Hermanos de San Juan de Dios; San Miguel, de las Hospitalarias, o incluso del único público de esta comunidad autónoma, el Doctor Rodríguez Lafora, en el que es capellán Gerardo Dueñas, responsable de la comisión de Salud Mental de la CEE. En todos ellos hay grupos pastorales para los familiares, algo que no existe en ningún hospital no psiquiátrico. «En este ámbito podemos ser punteros, porque a nadie más le interesa», señala Dueñas.
Pero para ello hace falta dar más impulso a la pastoral de la salud mental. A su responsable, el hecho de que en toda España haya 200 o 300 agentes especializados en ella la sabe a poco. También en la Iglesia, reconoce, muchos sienten reparos a implicarse en este ámbito. Por eso, su área intenta dar nuevos pasos para tener más visibilidad, como plantear desde la CEE algún tipo de evento anual en torno al Día de la Salud Mental, en octubre. Y le gustaría, aunque es consciente de que es difícil, llegar a «todas las personas y familias con problemas de salud mental que hay en las parroquias».
María Martínez López
Lágrimas en el ascensor
Gerardo Dueñas está acostumbrado a coincidir en algún ascensor del hospital Doctor Rodríguez Lafora, del que es capellán, con personas que salen de visitar a algún paciente que ha ingresado hace poco por una crisis puntual, tal vez la primera, y que se le echen a llorar. «Es una situación que te desestabiliza totalmente. A veces, por la medicación, su familiar ni los reconoce. Y ellos piensan que es un sueño, pasan fases de negación, de culpa…». Entre las 300 camas del centro, además de las de hospitalizaciones breves, hay otras destinadas a estancias medias y largas. De hecho, algunos pacientes llevan décadas ingresados, y muchos han perdido el contacto con el exterior. Pero Dueñas recuerda a una mujer que tuvo su primer brote psicótico poco después de casarse, hace 20 años, y que estuvo una temporada larga allí antes de ser trasladada a otro. «Su marido la visitaba varias veces por semana. Una vez me dijo: “Me casé en la salud y en la enfermedad, aunque a mí solo me haya tocado enfermedad”».
Estas familias necesitan que, además de su sufrimiento, se acompañe su cansancio, su desgaste físico y psicológico, los conflictos que surgen a raíz de la enfermedad… Por eso, además de la Eucaristía y el acompañamiento personal a pacientes y familiares, que es lo fundamental, nació el grupo Nazaret. En realidad, «la iniciativa fue de un grupo de familias con inquietud, que lo solicitaron. Nos reunimos una vez al mes para compartir experiencias. Cuentan cómo están, qué ha pasado cuando su hijo ha ido a casa con un permiso… y luego leemos el Evangelio. Prácticamente solo hablan ellos, pero ¡cómo lo agradecen! Se trata, simplemente, de estar donde nadie quiere estar».
No hay comentarios:
Publicar un comentario