
Nos acercamos a la festividad de Todos los Santos. Celebramos en esta gran solemnidad el triunfo de Cristo y de la gracia sobre el pecado y la muerte en tantas almas que, en virtud de Su Sangre redentora, han sido dignas de participar de la gloria de Cristo Resucitado. ¿Tienen los santos algo que ver conmigo?

A algunos la santidad les parece algo irreal, un privilegio de pocos, pero que de ninguna manera les concierne –una buena excusa para seguir viviendo con mediocridad, o según los criterios del mundo, abocados a los bienes de esta tierra, sin tomarse de una vez por todas en serio la vida cristiana-. Pero ciertamente se trata de una excusa no válida. El Señor nos pide ser santos. Dice: «Sed santos para mí, porque yo, el Señor, soy Santo» (Lev 20, 26), «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48), “Sed misericordiosos, como el Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Se trata, pues, de una llamada universal, como indica el Concilio Vaticano II en el capítulo V de la Constitución Lumen Gentium. Todos los hombres estamos llamados a la perfección evangélica, a santificarnos por una conformidad amorosa con la voluntad de Dios. Esto es lo único necesario y lo que debiera ocuparnos continuamente, por lo que hemos de comprender que nada hay tan útil para nuestra felicidad, y para el bien de los que nos rodean, y de toda la sociedad, y tener así la plena confianza de que Dios nos da su gracia para vivirlo con perfección.
En nuestro tiempo se necesitan santos, testigos del amor de Dios, que gasten su vida amando de verdad, con verdadera experiencia de fe, como auténticos discípulos de Cristo en el mundo, aunque no pocos le den la espalda o le dejen. Confiemos en que no habrá de faltarnos el auxilio de la gracia, que nos precede, nos sostiene y nos acompaña en todas nuestras luchas.
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