Ayer domingo 25 de septiembre celebrábamos el Sacramento del Orden del ya nuevo Presbítero, el P. Gerardo de la Hoz, un sacerdote joven dispuesto a servir incondicionalmente al Señor y al prójimo ¡Que maravilla ser sacerdote de Cristo! El Espíritu Santo, a través del sacramento, identifica sacramentalmente con Cristo para actuar representándole “in persona Christi”. Hay que dejarle, pues, hablar en ti, y predicar y perdonar los pecados, y consolar a los afligidos y unir en fraternidad a todos, como hermanos.
Muchos hoy se preguntan: ¿Vale la pena ser sacerdote hoy a pesar de la situación confusa de la sociedad, la cultura de la postmodernidad, la incomprensión de muchos al seguimiento de Jesús, etc? Ni siquiera todos los católicos están dispuestos y preparados para resistir la situación actual. El sacerdote también se siente afectado por los actuales fenómenos sociales. ¿Cómo no turbarse ante ellos? ¿Como puede uno ser sacerdote hoy? Por otra parte, ¡hay tantas piedras de tropiezo hoy incluso para aquellos que quieren seguir adelante en el ministerio sacerdotal y que luchan sinceramente en él! ¡Es tan fácil vivir una vida paralela o aburguesarse! Ciertamente nuestra época está llena de ansias de solidaridad y de desafíos. Es verdad, pero, precisamente por todo esto, nuestro mundo se convierte en una llamada de Dios, en un grito silencioso que pone ante nuestra mirada una gran reto: “El Dios que dijo «brille la luz del seno de la tiniebla» ha brillado en nuestros corazones, para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios, reflejado en Cristo” (2Cor 4,5).
Jesús llamó a los Apóstoles para que estuvieran con Él, antes de mandarlos a predicar (Mc,3-14). Es eltrato íntimo y diario, a cada instante, con Jesucristo que nos desborda por completo. Este es nuestro mayor testimonio. Se trata de una relación de tal naturaleza que no permite compatibilizar con ningún otro afecto esponsal. Otorga al discípulo una nueva identidad que reordena su querer, su voluntad y su proyecto en función de este amor mayor. Esta experiencia configura afectiva y psicológicamente la personalidad del consagrado. El Señor se apropia de un modo singular del corazón del sacerdote. Esa preferencia absoluta del amor personal a Jesucristo sostiene la vocación. La vocación sacerdotal brota de este manantial común a todas las vocaciones consagradas, por el avasallamiento afectivo del amor a Jesucristo que deja el corazón insatisfecho hasta que no se entrega por completo a aquello que Jesús definió como “lo de su Padre” (Lc 2,49). Vivir fiel a este desposorio implica que el Señor te hará feliz, en medio de cualquier aprieto.
El sacerdote es enviado por la Iglesia y la representa, de manera que debe apropiarse connaturalmente de ese carácter representativo de la Iglesia que se expresa de un modo socialmente reconocible en sus gestos y palabras públicas y privadas: una sola fe, un solo bautismo… Ese sentido profundo de unión, de pertenencia se acrecienta y refleja en una participación incondicional en los planes diocesanos, en los encuentros sacerdotales, en la formación permanente, en la servicialidad con todos, en el deseo de salir al encuentro de los demás. ¡Discípulos del Señor, enviados de la Iglesia, nunca francotiradores ni emprendedores de un negocio propio. El envío se realiza a través de la Iglesia. En la vocación sacerdotal el misterio de la Iglesia adquiere una densidad particular: el ministerio adquiere carácter de dedicación quasi exclusiva en lo que constituye la misión principal, aunque no única, de la Iglesia: la evangelización. La misión recibida requiere una disponibilidad completa y exclusiva, un gran desprendimiento, una gran pobreza. “Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, predicamos que Cristo es el Señor, y nosotros siervos vuestros por Jesús” (2Cor 4,5).
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