Hace algunos años, John Higgins era el sacerdote coadjutor en la parroquia de San Rafael, en el barrio de Goleta (Santa Bárbara, California). Acababa de decir misa para un grupo de adultos jóvenes con quienes se disponía a compartir una barbacoa, cuando le llamaron urgentemente para que acudiese al hospital a dar la extremaunción a un anciano que acababa de ingresar con un ataque al corazón.
Un sacerdote converso y entregado
El padre Higgins es un hombre "simpático, de buen natural, amable y afectuoso, un sacerdote muy entregado a su tarea", explica Joseph Pronechen en National Catholic Register, donde cuenta esta historia, que recoge Cari Filii.
Nacido en Indianápolis, quedó pronto huérfano porque su padre murió en la guerra de Corea en 1951. Ese año su madre y él se trasladaron a California, donde recibió una educación metodista.
En 1969 se convirtió al catolicismo, cinco años después ingresó en el seminario y recibió el sacerdocio en 1981 de manos del cardenal Timonty Manning. Hoy está al frente de la parroquia de San Ramón Nonato en Downey, ciudad al sureste del condado de Los Ángeles donde es toda una institución, en cuanto capellán de los bomberos y de los Caballeros de Colón.
Demasiado tarde
Así que, voluntarioso y entregado como siempre, aquel día el padre Higgins renunció a la compañía y la comida y partió veloz hacia el servicio de Urgencias del Goleta Valley Community Hospital.
Enseguida saludó a la enfermera encargada, Ann, fiel de su parroquia junto con su marido e hijos, y quien solía llamarle en casos similares.
"Ann me dijo: 'Vaya, padre, llega usted demasiado tarde'. Estaban empezando a desconectar los cables del monitor de constantes vitales", evoca el sacerdote: "Me acerqué al hombre y comenté: 'Mira, lleva un viejo escapulario'. Y lo toqué".
Justo entonces empezó a escucharse un bip-bip.
-¡Padre! ¿Qué está haciendo? -dijo Ann.
-¡Nada! -contestó el sorprendido sacerdote.
El hombre había empezado a respirar.
Dios en un parte médico
Rápidamente Ann y otra enfermera comenzaron a reconectar de nuevo al paciente, mientras los miembros del servicio de emergencia que lo habían llevado hasta allá se quedaban "con la boca abierta".
Entonces el anciano abrió los ojos, miró al padre Higgins y le dijo "con acento irlandés": "Padre, me alegro de que esté aquí. Estaba esperando por usted. Quiero confesarme".
Don John no daba crédito: "¡Estaba absolutamente en shock!", reconoce. La confesión tuvo que esperar porque de inmediato sacaron al paciente para continuar la reanimación: "Le bendije al pasar, no tuve tiempo para más porque se lo llevaron".
Higgins recuerda que el médico de urgencias salió a toda prisa de su despacho, incluso algo "molesto porque estaba ya redactando el certificado de defunción", que tuvo que romper. Le prestaron una silla al sacerdote: "Me senté un segundo, porque estaba asombrado".
¿Un segundo milagro?
Semanas después, el anciano irlandés acudió efectivamente a confesarse con el padre Higgins. Le contó que los médicos del servicio de emergencias que le habían llevado al hospital acudieron a visitarle a la habitación y le enseñaron el parte oficial de su intervención.
"Justo debajo de la hora y fecha de su defunción", cuenta Higgins, "habían añadido en mayúsculas y negritas: DEVUELTO A LA VIDA POR DIOS".
El anciano le contó además al sacerdote que le habían puesto en lista de espera para un trasplante de corazón: "Pero unos seis meses después vino a verme y me dijo que le habían sacado de la lista porque su corazón se había curado".
Las gracias del escapulario
Todavía hoy Higgins habla de milagro: "Fue una gran alegría. Y sigue anonadándome. No tengo ni idea de lo que pasó. Dios actuó por medio de mis manos. Lo que sucedió fue según la voluntad de Dios".
El sacerdote protagonista de esta historia, saludando a Juan Pablo II en Roma.
El padre Higgins es actualmente capellán de los bomberos, y aunque confiesa que no ha vuelto a ver "nada tan milagroso como aquello", tanto entre los bomberos como entre las personas afectadas por los incendios ve cotidianamente "milagros de hermandad, amor y amistad".
Pronechen concluye la historia recordando la promesa de Nuestra Señora en 1251 a San Simón Stock para quienes lleven el escapulario con devoción: "Quien muera usando el escapulario no sufrirá el fuego eterno".
Y cita unas palabras de Pío XII que parecen escritas para el anciano irlandés a quien salvó, sin pretenderlo, el padre Higgins: "¡Cuántas almas, incluso en circunstancias en las que humanamente hablando no había esperanza, deben su conversión final y su salvación eterna al escapulario que llevaban! ¡Cuántas, gracias a él, han experimentado la protección maternal de María en peligros para el cuerpo y el alma!".
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