El pasado 7 de agosto, el presidente de Egipto, Abdelfatah al-Sisi, inauguró la segunda vía del canal de Suez. Hace casi siglo y medio, la apertura de la primera vía revolucionó para siempre las comunicaciones a nivel mundial. La Iglesia católica, no sin sortear obstáculos, supo aprovechar esta oportunidad.
En 1857, dos antes del inicio de las excavaciones, Ferdinand de Lesseps, artífice y concesionario de la Compagnie Universelle du Canal Maritime de Suez, escribió a Pío IX con la intención de convencerle de la oportunidad que suponía para la Iglesia aquella obra gigantesca. «Nuestros misioneros tan entregados y tan valientes verán cómo la nueva comunicación facilitará sus piadosas conquistas; el imperio del cristianismo no podrá sino extenderse mejor».
Ferdinand de Lesseps (1805-1894).
Una opinión compartida por el influyente prelado Felix-Antoine Dupanloup, que no tuvo reparos en escribir que «el canal abre un continente, y que a través de esta abertura veremos pasar a Dios». Y añadía: «El empeño victorioso del señor De Lesseps perfora las tierras de Suez y, por medio de los mares que se acercan, es un camino más rápido que se abre al Evangelio en dirección de Oriente».
En 1860, la misión de evangelización es encomendada, en un primer momento, a los Franciscanos de Tierra Santa, que fundan los primeros conventos en la zona del canal. En 1862, es consagrada en El-Guisr, un campamento situado en los aledaños del lago Timsah, uno de los pulmones del canal, la capilla de Nuestra Señora del Desierto, para conmemorar el paso de la Sagrada Familia por el lugar. Días más tarde, quedó dispuesta para el culto la capilla Santa Eugenia, en Puerto Said, la más septentrional de las tres ciudades que bordean el canal a lo largo de sus 160 kilómetros.
En 1864, se levantó la primera iglesia: fue llamada San Francisco de Sales y fue designada parroquia de la Compañía Universal. Era en Ismailía, ciudad ubicada en el centro de la vía marítima, que también acogió a la Congregación del Buen Pastor y a las Franciscanas del Inmaculado Corazón de María, conocidas como las Franciscanas de Egipto.
Más al sur, en Puerto Tawfik, los Hermanos de las Escuelas Cristianas se unieron a los Franciscanos. Por su parte, Suez, el municipio que da nombre al canal, fue la sede, desde 1890, de otro convento franciscano y de un colegio regentado por los Hermanos de La Salle.
Rivalidades políticas
Los hospitales no podían faltar: unos eran católicos y otros no. Según escribe la profesora de la Sorbona Caroline Piquet en Histoire du Canal de Suez, destacaba sobre el resto el Hospital de San Vicente, en Ismailía, gestionado por las Hermanas de San Vicente de Paúl. Baste decir que desde el principio contó con un departamento de Cirugía. Piquet señala que era el hospital favorito de los ingleses –anglicanos en su gran mayoría–, que no querían ser atendidos en hospitales militares.
El ingente volumen de obras del Canal de Suez atraía a decenas de miles de trabajadores: una oportunidad única para los misioneros, también a través de los imprescindibles hospitales.
Otras confesiones cristianas, de forma especial la ortodoxa –el 33 % de los empleados de la Compañía eran griegos– también hicieron acto de presencia en el canal, si bien ceñían sus actividades al ámbito pastoral. Sin embargo, este sólido arraigo cristiano en el canal de Suez no fue sin dificultades.
En el plano político, las congregaciones se convirtieron en peones de la rivalidad entre las potencias. Como señala Piquet, «en la década de 1870, el despertar misionero se enmarca dentro del desarrollo de los imperialismos», por lo que los misioneros «representan un vector de influencia de los países cuyo idioma hablan».
Un escenario perfectamente ilustrado por las rencillas entre Francia e Italia. Mucho antes de que empezaran las obras del canal, Francia ya ejercía como protectora de los Lugares Santos y su influencia se proyectaba hasta en las instituciones cristianas del Levante (hoy conformado, en sentido amplio, por Siria, Jordania y Líbano), un estatus que fue confirmado en 1878 por el Congreso de Berlín.
Pero Italia, con la energía que supuso su novedad –culminó su unificación en 1870– empezó a dejarse llevar por ambiciones políticas y culturales, siendo el sur del Mediterráneo una zona prioritaria. Su propaganda mezclaba lo político con lo cultural y religioso. Las congregaciones misioneras eran, pues, un instrumento ideal.
No obstante, se levantaba un importante obstáculo en su camino: no se había reconciliado –por decirlo de forma suave– con la Santa Sede. De ahí que León XIII fuese un fiel apoyo para los intereses franceses. La tensión se extendía hasta los casos individuales: en 1889, De Lesseps exigió el cese de una monja italiana y su sustitución por una francesa, no fuera a ser que Dante tuviera más seguidores que Molière incluso en Suez.
La masonería en Egipto
La otra gran dificultad era la presencia de la masonería, que hizo su aparición en Egipto durante la expedición napoleónica de 1798. El emperador se fue, pero las logias se quedaron. Por otra parte, al ser el canal de Suez la típica obra cientifista y saintsimoniana, los masones tenían ante sí una oportunidad que no desaprovecharon.
En 1867, De Lesseps les concedió un terreno en Ismailía por veinte años, sobre el que construyeron una escuela. Sin embargo, seis años más tarde, el fundador del canal quiso recuperar el terreno. Y lo logró, pero el precio fue la ruptura total y definitiva con unos masones que no dudaron en tacharle a él y a los directivos de la Compañía de «reaccionarios»; más aún cuando la escuela acabó en manos de las Franciscanas.
Los del mandil no desaparecieron del todo, pero –oficialmente– se desvincularon de la Compañía, y en materia educativa nunca recuperaron el terreno perdido respecto de los misioneros.
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