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RAFAEL / SÁNCHEZ SAUS | ACTUALIZADO 28.01.2016 - 01:00
Un centenario que nos retrata
NUNCA pudo soñar Joaquín Costa que su provocador lema "doble llave al sepulcro del Cid" iba a verse tan fieramente cumplido, en lo que a revisión de nuestros modelos nacionales se refiere. No ya el Cid, como expresión del militarismo fracasado ruidosamente en 1898, el mismo Fernando el Católico, el más alabado de los monarcas hispanos para derecha e izquierda durante siglos, ha llegado a ser hoy un personaje prescindible y semiolvidado. A esa conclusión es preciso llegar si se tiene en cuenta la nula repercusión que ha tenido el V centenario de su muerte, sucedida el 23 de enero de 1516. Aunque curado ya de todo espanto, reconozco que no ha dejado de asombrarme el clamoroso silencio de las instituciones y la mínima atención de los medios. Evidentemente, nadie pretende ni desea la trompetería con que en otros tiempos se recordaban estas efemérides, pero me pregunto si la reflexión serena que tales ocasiones suscitan en sociedades cultas y maduras sobre su pasado, sus orígenes y la visible relación entre estos personajes fundantes y el mundo que aún habitamos, no tienen ya cabida entre nosotros. Es como si todo lo que no nos condujera directamente a la trinchera partidista y al espíritu de taifa, cualquier episodio nacional que no haya terminado en el paredón y la fosa común careciera de interés o produjese rechazo. Un ejemplo entre cientos posibles: mientras olvidamos el V centenario de la muerte del príncipe que inspiró a Maquiavelo y que fue cantado por Pomponio Leto, en la Italia de la plenitud renacentista, como el llamado a la inmortalidad por su "ingenita virtus", el Ayuntamiento de Vitoria acordaba esta misma semana extraer 400.000 euros, que se dice pronto, de su presupuesto para subvencionar a una entidad independentista.
Muchos no se dan cuenta o sencillamente no quieren ver lo que omisiones como esta proclaman y anuncian. España es hoy un país a la deriva en el que se hace imposible encontrar consensos elementales entre personas cuya única legitimidad consiste, sin embargo, en su condición de electos y presuntos servidores públicos, ya que ningún otro mérito objetivo atesoran. La lenta labor de minado de las bases de la nación, que supone entre otras cosas la renuncia a la historia común y a sus forjadores, acaba necesariamente así por ausencia clamorosa de eso que en todas partes se llama patriotismo.
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