Los refugiados a los que el Santo Padre nos invita a acoger con solicitud ocupan un lugar privilegiado en el Corazón del Señor, un corazón crucificado, traspasado por amor a cada ser humano. Él es el que mejor conoce los deseos y esperanzas que traen estos hermanos nuestros, y también es Él quien más sufre sus penalidades y desgracias, que en muchos casos les han obligado a salir de sus países, les acompañan en su difícil llegada a nuestra tierra y siguen sufriendo aún después de muchos años de convivencia entre nosotros. Transmitámosles la alegría y el consuelo que encuentra el corazón al comprender que el valor de toda vida está en Su Amor. Él asegura la suprema dignidad de todo ser humano, a la vez que nos obliga a no mirar para otro lado. Démosles lo mejor que tenemos, la Buena Noticia del Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.
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