CUANDO lea el título de este artículo, Manolo Morales dará un respingo. Inmediatamente se echará las manos al cuerpo con vigorosas palmadas para tantear que no es un espíritu vaporoso, que aún vive. Ferviente lector, sabe que estos artículos ad hominem se suelen escribir in memoriam. Como además es un insaciable cinéfilo, se acordará de El sexto sentido y musitará: "A ver si voy a ser el último en enterarme, y estoy aquí como Bruce Willis en la peli, leyendo tan tranquilo el Diario sin hacerme cargo de mi nuevo estado…" No, Manolo, no es el caso.
Para escribir un artículo a un buen amigo no hay que esperar (¡y menos a eso!). Ni a su jubilación. Basta el júbilo. Cuando en el instituto donde trabajo me propusieron para la jefatura de estudios, cargo-carga con todas las de la paranomasia y las de la ley, podía buscarme un adjunto, menos mal, que me ayudase. Y a él se lo propuse primero por honradez con el puesto, seguro de que él lo haría como nadie, pero con poca fe en que aceptase. No necesitaba los puntos que dan esos cargos, pues los tenía todos; ya conocía de una experiencia anterior lo ingrata que puede ser la responsabilidad y, por último, él también me conocía muy bien, y una cosa es ser íntimo de un tipo desastrado y desbordado y otra trabajar codo con codo con él. Me dijo que sí, y no digo "dijo que sí", sin pronombre, porque me lo dijo a mí.
De eso hará pronto tres años y todavía no se me ha pasado ni la sorpresa ni la alegría. Aumentada día a día por asistir en primera fila a su compromiso, a su eficacia, a su integridad y a su claridad de ideas. ¿Por qué entonces escribo hoy justamente? Ay, porque sí se ha cruzado una pequeña muerte: la de mis cuerdas vocales. De modo que estoy de baja laboral con prescripción de absoluta mudez. No puedo ni entonar un lamento por mi amigo, ayudante desayudado, protector desprotegido, dejado solo ante el peligro. Por eso lo escribo, que es la manera mía de llorar con las manos.
Y por aprovechar mi sentimiento para una reflexión. Nos acercamos peligrosamente a una parálisis institucional en la que las culpas están muy repartidas, como los escaños. Seguro que ayudaría mucho a nuestros líderes fijarse en los millones de trabajadores que siguen, contra viento y marea, sosteniendo con sus hombros la marcha del país. Merecen un homenaje y, sobre todo, un respeto. La mejor manera sería con una sencilla emulación de su actitud.
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