Dentro de poco las calles de España se llenarán de pasos dedicados a todos los episodios posibles de la pasión y muerte de Cristo, a sus advocaciones más diversas, y entre ellas una que en todo tiempo, y hoy más, no deja de levantar en nosotros un cierto repunte de disconformidad, de rebeldía: Buena Muerte. ¿Es buena alguna muerte? ¿Pudo ser buena la muerte de Cristo? La respuesta sencilla nos habla de la serenidad que sigue al padecimiento y esa es la que parece haberse impuesto en la iconografía habitual de la Buena Muerte, poblada de maravillosos crucificados -sirvan sólo de recuerdo el sublime sevillano de Juan de Mesa y el anónimo y portentoso gaditano-, pero la más cierta y de más honda raíz teológica es que la muerte atroz de Jesús fue buena porque sólo por ella nos vino y fue posible nuestra salvación. Suena fuerte, pero ya dijera Gómez Dávila que lo que le seducía en el cristianismo era la maravillosa insolencia de sus doctrinas.
Philippe Ariès fue el primer historiador que se adentró en el territorio de los sentimientos que suscitaba la muerte y de las distintas formas en que los hombres se han enfrentado a ella cuando la hora llega. Sentimientos y actitudes cambiantes hasta lo inimaginable. Hoy se entiende por una buena muerte aquella que, ante todo, suprime el sufrimiento, incluso si ello supone la inconsciencia, circunstancia ésta la más temida durante muchos siglos por cuanto imposibilita la preparación para ese momento decisivo. La forma en que se vive la muerte dice mucho, pues, de una civilización.
Hace un par de días ha sido aprobada en el Congreso una propuesta de Ciudadanos que se ha presentado como el primer paso hacia lo que será una "ley de muerte digna". Lo que no puede la vida lo hace la muerte y, ¡oh, milagro!, votaron juntos y a favor el PP, PSOE, Podemos y, por supuesto, los de naranja. Lo que se pretende en esta positiva y equilibrada iniciativa es que los servicios de cuidados paliativos, hoy restringidos a algunas regiones, se extiendan a todo el país, incluso de forma domiciliaria, y que se aseguren derechos de tanta importancia para el enfermo terminal como la posible sedación, que no debe confundirse con la eutanasia, la intimidad y el acompañamiento de familiares o amigos. Ojalá este consenso político sobre la muerte, que recuerda un poco a tregua de funeral, se extienda a otras parcelas de esta, digamos, vida.
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