No podría decir exactamente la
edad que tiene. El DNI dice que sesenta y ocho, su desgastado cuerpo bien
podría tener ciento veinte, aunque su espíritu varía entre la infancia y
juventud. Sus padres y cuatro hermanos eran una piña y con su cariño hacían ese
calor de hogar que ahora echa tanto de menos.
Después de hacer el servicio
militar en San Fernando marchó de nuevo a su pueblo para empezar a trabajar en
la tienda de su padre que heredaría al morir este de unas malas fiebres. Un día
que estaba despachando a la clientela habitual conoció a Margarita y desde
entonces se hicieron inseparables. Ella trabajaba de maestra en el pueblo vecino,
aunque era de un lugar de Aragón, cerca de los Pirineos.
Tras cinco años de noviazgo
decidieron dar el paso más importante, el de contraer matrimonio, e irse de
viaje de novios, unos días tan solo, a Aínsa de donde Margarita era originaria
ya que la bisabuela Pilar, que estaba próxima a cumplir los cien, no había
podido ver casar a la niña de sus ojos. Cogieron carretera y manta en el viejo seiscientos.
No cabían de felicidad al dar
un abrazo enternecedor a la bisabuela Pilar, descubrir los lugares, conocer a
primos, amigos, La vida para José y Margarita se tornaba tan feliz…
La vuelta al recién creado
hogar no fue tan dichosa ya que les cayó una enorme nevada que les hizo perder el
control del coche chocando con las piedras del precipicio que hizo que no se
desvanecieran en lo más hondo del abismo. Se despertó al tiempo en una cama de
un hospital. Había pasado más de un mes del accidente que se llevara por medio
a su amada Margarita y todos sus sueños.
Desde entonces, hace cuarenta
años, se convirtió en un invisible para la sociedad. En un transeúnte, un sintecho.
No podía soportar dormir resguardado y por eso huía de los albergues o
cualquier lugar donde se pudiera cobijar. Nunca se acostumbró al frío, a la
maldad de la gente, a la falta de sentimientos de casi todos los que se llaman
humanos, no tenía más credo que retazos de recuerdos que de vez en cuando
afloraban a su memoria. Hubo una época en la que bebía y fumaba mucho. Ya hace
bastante que dejó lo primero, pero no lo segundo. Sabe que su final está más
cerca que lejos, aunque en verdad no le teme, lleva más de cuatro décadas
esperándolo. Aunque Fe no tiene cree en Jesús y en la Virgen María, lleva
siempre el rosario que le regalara su abuela Esperanza antes de morir y lo coge
con fuerzas cuando vienen mal dadas.
Hace un año se le acercó un
señor, Francisco Súnico dijo que se llamaba, y le invitó a ir al albergue que
los Caballeros Hospitalarios tienen en la gaditana calle Benjumeda. Hacía menos
de tres meses que había llegado a esa ciudad después de recorrer mil veces
España.
Fue en Nochebuena y le
hicieron sentir tan bien. Una ducha calentó sus fríos huesos, una cena
deliciosa acompañado de más albergados, destacando el cariño del personal y de
los caballeros hospitalarios que estaban allí para atenderles. Durmió como
hacía tanto tiempo. El día de Navidad también fue muy especial. Desde entonces
cree que Dios existe, incluso va a Misa todos los domingos, porque sabe que en
el mundo también hay buenos samaritanos como ese señor, ese caballero
hospitalario, que se acercó a él con calidez y una sonrisa cuando se sentía un
verdadero despojo.
Con mi tradicional cuento os
deseo a todos una Feliz Navidad y un buen Año Nuevo. Nosotros nos volvemos a reencontrar
el lunes trece de enero de dos mil veinticinco.
Jesús Rodríguez Arias
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