lunes, 16 de diciembre de 2024

JOSÉ

 



No podría decir exactamente la edad que tiene. El DNI dice que sesenta y ocho, su desgastado cuerpo bien podría tener ciento veinte, aunque su espíritu varía entre la infancia y juventud. Sus padres y cuatro hermanos eran una piña y con su cariño hacían ese calor de hogar que ahora echa tanto de menos.

Después de hacer el servicio militar en San Fernando marchó de nuevo a su pueblo para empezar a trabajar en la tienda de su padre que heredaría al morir este de unas malas fiebres. Un día que estaba despachando a la clientela habitual conoció a Margarita y desde entonces se hicieron inseparables. Ella trabajaba de maestra en el pueblo vecino, aunque era de un lugar de Aragón, cerca de los Pirineos.

Tras cinco años de noviazgo decidieron dar el paso más importante, el de contraer matrimonio, e irse de viaje de novios, unos días tan solo, a Aínsa de donde Margarita era originaria ya que la bisabuela Pilar, que estaba próxima a cumplir los cien, no había podido ver casar a la niña de sus ojos. Cogieron carretera y manta en el viejo seiscientos.

No cabían de felicidad al dar un abrazo enternecedor a la bisabuela Pilar, descubrir los lugares, conocer a primos, amigos, La vida para José y Margarita se tornaba tan feliz…

La vuelta al recién creado hogar no fue tan dichosa ya que les cayó una enorme nevada que les hizo perder el control del coche chocando con las piedras del precipicio que hizo que no se desvanecieran en lo más hondo del abismo. Se despertó al tiempo en una cama de un hospital. Había pasado más de un mes del accidente que se llevara por medio a su amada Margarita y todos sus sueños.

Le costó Dios y ayuda recuperar la movilidad de las piernas, pero lo que no pudo levantar fue su ánimo pues cayó en una profunda melancolía y depresión. Su hermano Esteban se hizo cargo de la tienda hasta que el bueno de José se pudiera recuperar. Cosa que nunca sucedió y una noche de invierno, llovía y hacía frío, decidió poner fin a la vida que llevaba en busca de otra que le hiciera olvidar.

Desde entonces, hace cuarenta años, se convirtió en un invisible para la sociedad. En un transeúnte, un sintecho. No podía soportar dormir resguardado y por eso huía de los albergues o cualquier lugar donde se pudiera cobijar. Nunca se acostumbró al frío, a la maldad de la gente, a la falta de sentimientos de casi todos los que se llaman humanos, no tenía más credo que retazos de recuerdos que de vez en cuando afloraban a su memoria. Hubo una época en la que bebía y fumaba mucho. Ya hace bastante que dejó lo primero, pero no lo segundo. Sabe que su final está más cerca que lejos, aunque en verdad no le teme, lleva más de cuatro décadas esperándolo. Aunque Fe no tiene cree en Jesús y en la Virgen María, lleva siempre el rosario que le regalara su abuela Esperanza antes de morir y lo coge con fuerzas cuando vienen mal dadas.

Hace un año se le acercó un señor, Francisco Súnico dijo que se llamaba, y le invitó a ir al albergue que los Caballeros Hospitalarios tienen en la gaditana calle Benjumeda. Hacía menos de tres meses que había llegado a esa ciudad después de recorrer mil veces España.

Fue en Nochebuena y le hicieron sentir tan bien. Una ducha calentó sus fríos huesos, una cena deliciosa acompañado de más albergados, destacando el cariño del personal y de los caballeros hospitalarios que estaban allí para atenderles. Durmió como hacía tanto tiempo. El día de Navidad también fue muy especial. Desde entonces cree que Dios existe, incluso va a Misa todos los domingos, porque sabe que en el mundo también hay buenos samaritanos como ese señor, ese caballero hospitalario, que se acercó a él con calidez y una sonrisa cuando se sentía un verdadero despojo.

Con mi tradicional cuento os deseo a todos una Feliz Navidad y un buen Año Nuevo. Nosotros nos volvemos a reencontrar el lunes trece de enero de dos mil veinticinco.

Jesús Rodríguez Arias


No hay comentarios:

Publicar un comentario