Me he pasado medio siglo gastando la misma broma Semana Santa tras Semana Santa. A saber, que yo era el penitente perfecto, porque sin ser en absoluto capillita, cumplía religiosamente mi estación de penitencia cada Domingo de Ramos. Mi familia ha estado siempre vinculada a la Hermandad de la Flagelación y la Amargura (algunas cofradías se nombran por su Cristo y otras por su Virgen, pero la nuestra oscila, como un paso que se mece). Y yo, durante 45 años, desde los 7, no he fallado ni uno, porque la tradición es aquello capaz de sobrevivir a un estado de ánimo, además de a las modas. Un año sí fallé: estaba de peregrinación en Roma convocado por san Juan Pablo II a la primera jornada de la juventud, hace muchísimo tiempo, pero volví atropelladamente para vestirme con nuestra túnica, blanca y negra, el viernes, y representar a nuestra hermandad en el Santo Entierro. Alguna vez nos llovió, pero siempre con el recorrido empezado. La lluvia jamás nos dejó sin salir (que, por ser la lluvia, yo se lo hubiese perdonado y hasta, ejem, agradecido).
A pesar de tanta pereza anual, ritual y sacrificial, este domingo en que una amargura más grande no dejará salir a la Amargura mayor, a la madre que la consuela, yo sentiré una amargura pequeña, que se suma. Este año no habrá bromas ni con el penitente perfecto ni con la lluvia impuntual ni con eso que ahora se dice tanto «de la procesión va por dentro» o lo de hacer una procesión espiritual ni con la procesión en diferido ni con nada. La Semana Santa requiere de su presencia y su figura, para que nos deje, a su paso, vestidos de hermosura. Es una barroca espiritualidad carnal, una encarnación ciudadana, una sinestesia de sentidos. Que es lo que no vamos a tener por más vueltas que le demos.
El penitente apenas lo tiene -y esa es tal vez penitencia más honda- mientras hace su estación de penitencia. La disciplina de las filas, la bruma del cansancio, la angostura de los agujeritos del velo del capirote, su voluntad de oración, las distracciones del público, la lentitud de las horas, el vaho en las gafas, todo, se interpone entre él y las imágenes de sus titulares, que se escuchan a lo lejos o se atisban en el escorzo de una esquina. Se paladea mejor en la memoria, intensificada por la amargura de la nostalgia. Pero no es un consuelo, porque nunca se trató de paladear nada, sino de acompañar a la Flagelación y a la Amargura.
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