De la noche a la mañana, los colegios tradicionales de toda la vida nos tuvimos que convertir en centros educativos telemáticos. Sin formación previa, sin tiempo de reacción, sin que la Administración diera más instrucciones que la de seguir la enseñanza de manera telemática, si se puede… Y como se pueda…
Así que de golpe, las casa de todos los profesores (y de todos los alumnos) se convirtieron en aulas. Y cada maestro puso su propio equipo informático, su propia Wifi y su propio móvil al servicio del bien común para poder impartir clase. Organizamos horarios, implantamos plataformas de videoconferencia, grupos de WhatsApp para coordinar equipos de trabajo, circulares a los profesores y a las familias para dar instrucciones y establecer prioridades y normas de actuación, para que no nos pasáramos con las tareas ni pasáramos de todo… Buscando siempre el bien de los niños y de sus padres y tratando que los propios profesores no nos volviéramos locos. Porque también nosotros estamos confinados en nuestras casas y también nosotros tenemos familia, hijos, una vida, preocupaciones por los nuestros y una salud mental que proteger.
Si les digo la verdad, ahora mismo los objetivos y los contenidos a impartir a los alumnos me importan muy poco: me importa que los niños estén bien de salud física y mental. Y me importa que las familias puedan seguir viviendo con dignidad y tengan lo necesario para comer y seguir adelante. Primum vivere, deinde philosophari. Me importa que las familias no se agobien y que los profesores de mi colegio sobrevivan al confinamiento y al teletrabajo. Por cierto, esto de dar clase por Internet resulta muchísimo más agotador y exigente que las clases presenciales. Así que todos estamos deseando volver a las aulas de nuestros colegios.
Pero, ¿en qué condiciones vamos a volver? ¿Cuándo y cómo vamos a volver? Eso solo Dios lo sabe. Hasta que no se encuentre un tratamiento o una vacuna que combata esta pandemia con eficacia, lo veo difícil.
¿Cómo vamos a guardar en un colegio la distancia de seguridad entre los niños o entre los profesores y los niños? Si un niño de tres años o de seis o de ocho años se hace daño o llora por la razón que sea, ¿cómo lo consolamos? ¿No los cogemos en brazos ni les damos un beso? ¿Los mantenemos a distancia para evitar que se acerquen a su maestra? ¿Cómo lo hacemos: con un palo que marque las distancias?
¿Vamos a dar clase con mascarillas? Yo, francamente, no me veo. ¿Y los recreos? ¿Ponemos a todos los niños en filas con la distancia debida y que caminen solos con la cabeza gacha y la mascarilla en la boca, como si fueran presos de un campo de concentración? ¿No van a poder jugar ni a pelearse ni a abrazarse?
¿Cómo hago yo para ver a mis niños pequeños y negarles un beso o un abrazo? Será muy difícil. ¿Los aparto y los rechazo? Yo no sé educar sin la ternura de un abrazo o de un beso. No sé. Ni sé si quiero aprender. Educar es amar. A lo mejor el profesor/mercenario puede seguir dando clase sin problema y sin contacto físico: ya no lo tenían antes, así que no les va a resultar extraño no tenerlo ahora. Así que, si me veo en el caso, no sé qué haré: tal vez pedir una baja por corazón partío.
¿Y los profesores que sean “población de riesgo”? ¿Qué hacemos? ¿Ponemos en juego su vida por abrir el colegio antes de encontrar una cura al COVID 19? ¿Se va a prejubilar a estos trabajadores en riesgo? ¿Se les va a dar una incapacidad total permanente? ¿Los sindicatos han dicho o van a decir algo? ¿Y los gobiernos autonómicos o el gobierno central? Porque hay profesores jóvenes y sanos pero también estamos los que ya tenemos nuestros años y nuestros achaques…
Dar clase por una pantalla no es lo mismo – ni de lejos – que dar clase con los niños delante. Nada que ver. Este que estamos viviendo es un mundo propio de la peor distopía; esto es una pesadilla en la que todos somos Robinsones aislados en nuestra isla, tratando de sobrevivir como podamos y, encima vigilados por un Estado que nos controla como a los animales de Rebelión en la granja o a los personajes de 1984 de Orwell. La escuela tradicional, tantas veces denostada por tantos, necesita un profesor que enseñe y unos alumnos que aprendan. Aprender solos a través de una pantalla jamás podrá sustituir la interacción entre el maestro y el discípulo. Uno puede instruirse pero no educarse con una máquina. Porque el niño aprende más con el ejemplo del maestro y con el amor que recibe de él que con todos los libros del mundo.
Termino. A los profesores de mi colegio, a las familias, a mis niños: os quiero muchísimo a todos. Nunca he dicho tantas veces y a tanta gente un “te quiero” más de corazón. Tengo que decíroslo porque no sabemos el tiempo que vamos a estar aquí y, si no os lo digo, me va a estallar el corazón de tanto amaros.
Que Dios os bendiga y nos libre a todos de esta peste.
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