Otra para Antonio; por Alfonso Ussía
Queridísimo Antonio: ahora que estás a punto de viajar a otras dimensiones voy a reconocerte lo que siempre te he discutido para mantener vivas nuestras escasas disidencias. Que Fred Astaire bailaba bien.
Pero tú también, desde tu silencio, no te rebajarías si me admitieras que era más cursi que un cisne con el cuello erguido nadando entre nenúfares. ¡Cómo te gustaba hablar de las cursilerías! Te regalé –lo hice porque ya lo tenía–, un ejemplar de «La Filocalia» del que es autor nuestro admirado don Francisco Silvela, aquel genio de la buena Literatura y Oratoria que desperdició España en la Política en tiempos de la Restauración. Silvela y su amigo Santiago Liniers fundaron el «Club de los Filócalos», los amigos de la belleza, y redactaron un reglamento de admisión de socios que ha superado el paso de los tiempos. «Será motivo de expulsión inmediata todo aquel que haya bailado la polka «El Ferrocarril» sin arrepentirse de ello ante los miembros de este Comité de Admisión». Y los álbumes de firmas, las hojas secas entre las páginas de un libro, el mechón de cabello del amor primero, la fotografía del militar con fondo iluminado de campo de batalla, y veranear en Cestona. De haber designado, de mutuo acuerdo, a don Francisco Silvela como árbitro de nuestro litigio, estoy seguro de que habría emitido un veredicto equilibrado. «Mingote tiene razón en lo que respecta a la excelencia en la interpretación del baile de Fred Astaire, pero Ussía no yerra al calificarlo de cursi redomado». No obstante, hoy me sorprendes débil y profundamente triste, y creo que lo más conveniente para ti y para mí es darte la razón y zanjar definitivamente nuestras viejas diferencias, entre las que hay que destacar también a la poesía de Rubén Darío, si bien, en los últimos años alcanzamos casi un acuerdo. Que de castigarse con pena de reclusión la cursilería poética, el magnífico poeta nicaragüense tendría que haber permanecido en sombrío calabozo durante una buena temporada por su «Sonatina», su «Marcha Triunfal» y su «Margarita» cuando el rapsoda escribe «un quiosco de malaquita/ un gran manto de tisú/ y una gentil princesita, tan bonita, Margarita,/ tan bonita como tú». Un cabrón con pintas.
Discrepábamos también en gastronomía. Tú eras más de pollos de granja que de volátiles abatidas. Cuando pedía una perdiz, en escabeche o a la toledana, me afeabas mi «obsesión por engullir atletas». Pero lo que realmente estuvo a un paso de quebrar nuestra infinita amistad fue lo del baile de Fred Astaire, sobre todo cuando se ponía a danzar sin motivo alguno sobre los sillones y mesas que se encontraba a su paso en compañía de Ginger Rogers, otra delincuente. Pero no, Antonio mío, que hoy estoy dispuesto a olvidar tus agravios, como aquél del que me hiciste víctima un día, en público, acusándome de bailar el pasodoble con ritmo de vals, cuando sabes perfectamente que en mi juventud fui alumno aventajado de pasodobles en la «Academia Miki», sita en la calle de Fuencarral. Y todo, porque comenté en aquella nutrida reunión que no entendía cómo una persona de tu importancia, sensibilidad y altura intelectual, podía contemplar sin reír a pierna suelta una escena de Fred Astaire vestido con un frac y dando taconcitos contra el suelo. ¿No ves, Antonio? En momentos como el que pasamos, contigo a un paso de irte y yo de perder a mi mejor amigo, lo de Fred Astaire nos sigue separando. Pero no estoy dispuesto a que sea así. Y lo voy a remediar definitivamente y por escrito. Querídisimo Antonio. Tienes mi permiso para decir, allá donde vayas, que será el mejor de los lugares entre los azules prodigiosos, que te he reconocido que Fred Astaire bailaba bastante bien. Mientras tanto, buen viaje, que la luz ilumine tu sonrisa, que el viento te empuje suavemente, que el camino sea llano y amparado por tus árboles, y que al fin, después de tanto tiempo, puedas abrazar a tus padres, que andan por ahí, esperándote.
Fred Astaire no bailaba mal. ¿De acuerdo?
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